domingo, 2 de marzo de 2014

Llama fría

Acabo de entender que el problema con tus ojos es que están hechos de llama fría.
Que tu azul, en realidad no quema.
Que haces una combustión rarísima, donde flameas ardiente pero no calientas.


Tal vez algún día me atreva y los ponga a prueba. 
A ver cómo es eso de que, aunque me mires sin quemarme,
siempre termines derrumbándome en cenizas.


por David Cerqueiro R.

jueves, 26 de diciembre de 2013

El laberinto de los monos

En un laberinto deambulan miles de monos. Y al codo de cada esquina aparece de golpe su intriga burlona; su brinco nervioso. Sin razón alguna. 

Los monos, que fácilmente superan las paredes del laberinto trepándolas, eligen extrañamente permanecer dentro de sus pasillos confusos; hacinados unos sobre otros en un enjambre de colas, chillidos y pedazos de fruta.

Escapar, por fácil que parezca, no les interesa. 

Cuando uno entra al laberinto, los monos notan enseguida nuestra presencia. Aunque no se inmutan, es evidente que reconocen que uno, ahora, es cómplice de su tonto enredo. 

Y es a raíz de este peculiar intercambio entre nosotros, que algunos de ellos, disimuladamente, comienzan a andar erguidos. Y uno mismo, casi queriendo, a extraviarse entre su confusa cobardía. 

por David Cerqueiro R.

miércoles, 18 de diciembre de 2013

Una dura reflexión

Venezuela, tristemente, parece estar condenada a desaparecer.

Si nos detenemos a estudiar las estadísticas mundiales sobre el bienestar de la humanidad en líneas generales, es evidente que es solo cuestión de tiempo para que el mundo, al seguir su curso evolutivo, se purgue naturalmente de una sociedad como la nuestra. Desacostumbrada a la real competitividad, a la productividad responsable y a la noción elemental de sociedad, de comunidad. Esta última, noción fundamental para construir cualquier cosa que dure y que valga la pena.

La antigua maldición de las castas coloniales europeas se enraizó muy hondo en este país desde su comienzo. Sus complejos de razas, sus valores falsos fundamentados en mitos absurdos de hace más de quinientos años, no se han sino exacerbado con el paso del tiempo. Y su destructiva estructura divisora y excluyente aún permanece. Incluso pareciera hacerse más fuerte.

La modernidad, la industrialización, el petróleo, el mercado y el estilo de vida global actual, donde el dinero finalmente reemplazó las ideologías y las religiones, no han hecho más que empeorar lo que ya era una ecuación social y política muy complicada.

Debido a que nunca poseímos una identidad, es decir, un esquema mental de quiénes somos, qué significa ser venezolano, qué valor tiene, qué rol nos da ante el mundo y hacia dónde nos puede llevar; nuestro crecimiento ha sido un disparatado ensayo deforme, sin norte y sin fondo.

Cuando aquí resonaban las ideas sociales y económicas de los “primeros mundos”, ideas supuestamente pensadas para el desarrollo integral de las sociedades, las traducíamos como podíamos, de manera incompleta y superficial en el mejor de los casos, sin entender realmente de qué trataban. Los pocos intentos que tuvimos de fórmulas propias, hechas en casa, para crecer a nuestra manera, los destruimos nosotros mismos porque creíamos poder hacerlo mejor que el otro. Aunque nunca lo hicimos. Deshacíamos y abandonábamos el trabajo de los demás, incluso el más mínimo progreso, para empezar orgullosamente desde cero. Arrastrados por el ego, que es el producto natural de la falta de entendimiento.

Así, se nos fue el siglo XX en el enamoramiento estúpido e infantil de la riqueza petrolera, que al comienzo de su fiebre, nos colocó en el mostrador del mundo como una promesa del nuevo crecimiento. Mientras desde afuera nos envidiaban las riquezas que la naturaleza nos prestó, adentro acabábamos con todo lo bueno, con todo lo decente que podíamos haber construido para derraparnos en los placeres más banales y en el ocio más denigrante.

A todas estas, nuestra identidad, ese esqueleto tan básico para poder existir de manera sustentable, seguía sin definirse, sin sentar alguna base, por tímida que fuera. Entonces tratamos de sanar nuestra propia confusión con espejismos distorsionados de lo que nos salpicaba de afuera. Los manierismos y las palabras del inglés mal hablado que le remedábamos a los explotadores gringos de nuestro petróleo; las modas viejas de Europa que nos revendían como las últimas; sus chucherías y armatostes innecesarios que fabricaban con estándares de calidad mucho más bajos que los de su lugar de origen, porque como decían ellos “allá a quién le va a importar”. Y nosotros no solo absorbimos todo eso, sino que también lo agradecimos. Y aún lo hacemos.

De este modo, después de más de cien años de una increíble supervivencia en medio del desorden y la sumisa dependencia cultural y económica de otras latitudes, aún fallamos gravemente en entender que no se trata del dinero fácil, ni de la ropa de marca, ni de los carros, ni las casas, ni las vacaciones, ni de los símbolos de estatus que tanto perseguimos. Pareciera que no ha habido tiempo para educarnos sobre algo tan elemental. 

No obstante, aún en este nuevo siglo, donde nos acercamos con una velocidad abrumadora al punto crítico de nuestra supervivencia como especie; donde los recursos globales siguen siendo explotados y distribuidos bajo criterios malignos, que no tienen ningún sentido y cuya curva de desarrollo no apunta sino a la catástrofe inminente; aún hoy, así parezca increíble, en Venezuela nos rehusamos a reaccionar.

En los últimos años le hemos asignado la responsabilidad de todo esto a la política. Pues no conocemos otro responsable público a quién señalar. No reconocemos otro causante de nuestra realidad que la lucha por el poder que tanto nos televisan, que tanto nos envenena y que tanto se contradice. Y el fuego de esa propaganda que nos idiotiza, es avivado por los abanicos de los grandes poderes mundiales en complicidad con nosotros mismos. Porque ellos saben que ese es el mecanismo necesario, para mantenernos comprando, para mantenernos peleando, discutiendo aspectos de forma y no de fondo, para que juguemos el juego estéril de los bandos de izquierda y derecha. Para mantenernos en la oscuridad.

Si bien el panorama político mundial ha cambiado drásticamente en los últimos años con eventos sorprendentes como los del mundo árabe; como el fortalecimiento del bloque económico europeo; o la apertura lenta pero crucial de China; o el despertar de las llamadas economías emergentes; o nuestro caso venezolano tan amado y tan odiado, pero que indudablemente despertó un feroz debate sobre el futuro de la América Latina... a pesar de todo esto, la política sigue siendo, como ya lo era incluso en la época de los griegos, el espejo más falso de todos. Porque ahí tampoco está la respuesta.

Pero en nuestro patio sigue saliendo petróleo a borbotones. Y lo seguimos vendiendo. Y nos lo siguen comprando. 

Y con ese dinero fácil, construimos nuestros sueños individuales sin mirar para los lados. Parapeteamos nuestra imagen con ropa importada, con estilos de vida calcados, con una actitud ante la vida imitada que no terminan de ser. Nos escapamos a diario por el aeropuerto, por la playa, por el alcohol, por el sexo y la deshumanización cruel de nuestras mujeres. Nos reímos de todo para no estallar y nos enorgullecemos de eso. Nos burlamos de los demás y de nosotros mismos por pretender algo más que las circunstancias actuales, porque aspirar a más, de tanto miedo, nos da risa. 

En fin, damos vueltas todos los días en un horrendo carrusel interminable, sin luces ni adornos, violento, oscuro e ignorante, con tal de no detenernos, poner los pies en el suelo y preguntarnos con sobriedad y con cojones: ¿quiénes somos y qué estamos haciendo?



por David Cerqueiro R.

jueves, 12 de diciembre de 2013

En Caracas

Mil carros en cardumen. Olor de lluvia y humo negro de gandola. Frío raro de aire acondicionado, reflejos de velocidad electrónica, sonrisa cínica de elecciones, grutas de pavimento, caos adoptado, orden natural en reino.

Puentes de hierro, enjambre de motorizados, mujeres culonas, fritura de acera, restaurante lujoso, raído y blindado. Teléfonos inteligentes, barrigas indisimuladas, tacones de aguja, alcantarillas malogradas, chiste rápido y agudo, que después de un rato, pone a pensar. 

Sabor a historia contemporánea, a frustación intermitente, a gozo de lo ordinario. 
Urbanidad derrocada por la jungla, por la falda del cerro, por castas jamás superadas. 

Y sol que insiste y siempre gana. Como la risa perfecta, que se consigue en Caracas. 


por David Cerqueiro R.

sábado, 10 de agosto de 2013

La fiesta del colegio

Hacía más de una hora que Carlitos veía las noticias en el televisor de la sala de su casa y apenas eran las seis de la mañana del viernes. Para esa hora ya Carlitos se había bañado, vestido y perfumado con algo de colonia que le había robado a su hermano.

Sobre el sofá, a su lado, Carlitos resguardaba una caja mediana envuelta en papel de regalo que él mismo había armado torpemente. Era el cumpleaños de Eduardo, un compañero de clases muy popular en su colegio. Para Carlitos, quien comenzó a asistir a aquel colegio hacía apenas unos meses, esta fiesta era la oportunidad perfecta para hacer amigos. Algo que cada vez era más difícil para él, quien aunque apenas tenía 7 años, ya había cambiado de colegio cinco veces.

Durante los recreos del colegio, Eduardo procuraba siempre adelantar algo de información sobre los preparativos de su fiesta de cumpleaños. Según le contaba entusiasmado a sus amigos, su papá había prometido organizarle, ahí mismo en el colegio, la fiesta de cumpleaños más increíble jamás vista, la cual contaría con una espectacular piñata repleta de juguetes importados y de chucherías de las que normalmente no se le meten a una piñata.

También prometía un castillo-laberinto inflable que, según comentaban los otros, era un castillo-laberinto para eventos masivos y que esta sería la primera vez que sería instalado para una fiesta de cumpleaños privada. Aparentemente el papá de Eduardo era un señor muy rico y, aunque casi nunca estaba en su casa, quería mucho a su hijo para organizar tal evento en los terrenos del colegio.

Carlitos escuchaba desde lejos sobre los fascinantes preparativos de aquella superfiesta, puesto que el grupo de amigos de Eduardo era muy cerrado y Carlitos, por su condición de “nuevo”, no era incluido en aquel selecto club donde todos se conocían desde los años de la guardería.

Sin embargo, durante el recreo del jueves, Eduardo se acercó escoltado por tres de sus amigos para invitar a Carlitos a su fiesta. Eduardo solo dijo: -“Mañana es la fiesta. No te olvides.”- antes de salir corriendo. Carlitos no lo podía creer.

Al llegar a su casa, sintió un poco de angustia puesto que ya eran las cuatro de la tarde y no tenía ningún regalo para Eduardo. Sus padres siempre llegaban del trabajo muy tarde en la noche, y la señora de servicio, que lo cuidaba por las tardes, no estaba preparada para ese tipo de emergencias.

Carlitos, quien era un cuidadoso coleccionador de muñecos de acción, no le quedó otra que tomar uno de sus preciados muñecos y envolverlo para regalárselo a Eduardo. Aquellos muñecos eran los únicos que acompañaban a Carlitos entre las cajas de las incesantes mudanzas; o durante las noches en que su papá y su mamá llegaban demasiado tarde. Cada uno de esos muñecos, era un trofeo dorado invaluable. Pero Carlitos no pretendía aparecerse en aquella fiesta con las manos vacías.

Las noticias del televisor resumían su edición de la mañana. La mamá de Carlitos se arreglaba para llevarlo puntual a la fiesta del colegio -“Porque sino se va a acabar el mundo”- remedaba ella malhumorada. -"¿Seguro que puedes ir al colegio sin uniforme?"- preguntaba inspeccionando la situación. A Carlitos le enfurecía que a estas alturas comenzara con ese tipo de preguntas. -"¿Cómo se le ocurre que vamos hacer una fiesta en uniforme escolar? Además Eduardo fue muy claro cuando lo explicó todo"- pensaba. Los padres nunca entienden nada y eso Carlitos lo sabía de sobra.

Aquella mañana había despertado bajo una agresiva lluvia y, a pesar de los esfuerzos de Carlitos, el imposible tráfico de la ciudad lo obligó a llegar quince minutos tarde. El papel de regalo comenzaba a deshacerse por algunas gotas de lluvia que le caían, aunque Carlitos hábilmente lo protegía bajo su chaqueta. Aunque habría clases esa mañana antes del fiestón, pensaba que por ser un día especial, la maestra seguramente permitiría retrasos leves como el suyo. 

Habría clases, sí. Pero ese no sería un día para cuadernos, o pizarrones, o chillidos de tiza. Sería un día de fiesta, de risas, de castillo-laberinto inflable interminable, de nuevos amigos, de la cara de sorpresa de Eduardo cuando reciba su regalo.

Todo eso hubiera sido, sino fuera por el ejercito de niños uniformados y atentos que Carlitos se encontró al entrar al salón de clases. O por la maestra que lo interrogaba a gritos frente a todos por su retraso y por su vestimenta. O por las risas disimuladas y burlonas de Eduardo y sus amigos en la parte de atrás del salón.



por David Cerqueiro R.

miércoles, 24 de julio de 2013

La vida

Si trabajas toda tu vida conforme con lo que tienes, pasas por pendejo.
Si tratas de enriquecerte por el camino fácil, pasas por parásito.
Si rompes la ley, eres un criminal.
Si protestas, un desestabilizador.
Si cumples las normas y apoyas a la autoridad, eres cómplice.

Si tienes mucha moral, eres un pacato.
Si no tienes moral, eres un depravado.

Si dices la verdad, pasas por pendejo otra vez.
Si mientes, por deshonesto.

Si no trabajas, eres un holgazán.
Si trabajas mucho, un pesetero materialista.

Si te importan los demás eres un comunista.
Si te preocupas más por ti mismo, un cruel capitalista.

Si te suicidas eres un cobarde. Si vives muchos años, es que no has cumplido aún tu misión en la vida.
Si ganas, eres parte de una élite de afortunados y no tienes derecho a quejarte por nada.
Si pierdes, tampoco puedes quejarte.

Porque así es la vida.



por David Cerqueiro R.

martes, 9 de julio de 2013

La travesía

En una montaña de roca y nieve, recorría el borde de una peligrosa y estrecha travesía que daba a un abismo de niebla. El trayecto era forzoso, ladeado y parecía durar para siempre. No tenía ningún tipo de herramienta y muchas veces no sabía ni de qué agarrarme. Cada paso que daba era planificado con sumo cuidado y pensaba que en cualquier momento caería para siempre. A veces, incluso, no había camino que pisar y con el borde del pie hacía ángulo contra la pared de la montaña a modo de peldaño, y con los dedos congelados me aferraba a cualquier relieve de la roca. Y así continuábamos.

A veces escuchaba la voz de un guía que iba más adelante y que gritaba instrucciones incomprensibles. Otras veces, sin saber por qué, me encontraba solo. Sorprendentemente, a pesar del miedo y la confusión, seguí adelante.

De pronto, después de no sé cuánto tiempo, caímos en agua. Una especie de charco hondo que me daba por las rodillas. Tratando de arrastrar los pies sobre el fondo espeso, levanté la mirada y vi que me encontraba en una playa. El día era soleado, la arena blanca. Habíamos llegado a una especie de gruta que se escondía bajo la sombra. El fin de la montaña.

Incrédulo me volteé y vi a lo lejos la imponente cordillera que perfectamente conectaba con esta costa maravillosa que ahora nos recibía. El aire frío comenzaba a mezclarse con el salitre cálido del mar. La gente brillaba despreocupada y sonriente me invitaba a tomar un lugar en lo que parecían interminables kilómetros de amable orilla.

Me costó mucho creerlo, pero finalmente entendí que había superado aquella travesía infernal. Aunque nunca supe por qué, siquiera, un día decidí emprenderla.


por David Cerqueiro R.

martes, 18 de junio de 2013

El concierto de los cinco

El diputado Ramírez cumplía sesenta años y era la primera vez que la pastelería de toda la vida no tenía tortas disponibles por falta de ingredientes. Así, en compañía de su mujer y uno de su cuatro hijos, Ramírez sopló resignado las velas de una torta de repuesto.

A la mañana siguiente hubo sesión de diputados en el congreso. Ramírez estaba pautado para presentar un proyecto de reforma de leyes, el cual había sido manoseado y discutido en los últimos nueve meses por los demás diputados de su partido. La reforma no solo representaba un jugoso negocio para todos los que en ella participaban, sino que además esta concedía, a través de una manipulación muy hábil, el control total de la industria principal de la nación a despiadadas empresas extranjeras. 

Algunos de sus compañeros diputados, durante sus reuniones nocturnas, se referían al proyecto como “el gran retiro” porque muchos anhelaban retirarse a una vida de lujos y excesos después de cerrar el magno negocio. A tal punto, que en un burdel de lujo de la ciudad ofrecían, y solo a cierta clientela exclusiva, un exquisito cóctel a base de crema irlandesa que llevaba el mismo nombre del proyecto de reforma.

Esa mañana de sesión Ramírez se encontraba muy callado, aunque vestía un elegantísimo traje nuevo italiano y unas flamantes yuntas de oro, que fueron regalo de su padre cuando Ramírez se graduó de economista de la prestigiosa universidad pública del país. Su padre había sido un simple pescadero quien después de trabajar por más de setenta años, había muerto con Alzheimer. Durante sus últimos días ya ni reconocía a su único hijo. 

Al tomar el podio del congreso nacional, Ramírez lucía muy serio. Con un gesto casi imperceptible, hizo una señal a unos ayudantes tras bastidores quienes repentinamente aparecieron con un enorme piano de cola sobre ruedas, el cual estacionaron con mucho cuidado frente al podio y a la vista de todos. 

Los diputados comenzaban a murmurar entre ellos, la dirigencia del congreso no se atrevía a interrumpir a Ramírez, por ser considerado por todos un honorabilísimo e intachable legislador.

Lentamente, Ramírez se sentó en el piano y tocó un par de teclas suavemente, las cuales silenciaron de súbito a todos los presentes. El congreso se había convertido en una inesperada sala de conciertos.

Después de una firme pausa, Ramírez comenzó a interpretar una melancólica suite de Bach con un virtuosismo asombroso. Nadie conocía estos dotes del diputado Ramírez y nunca nadie escuchó siquiera sobre su posible interés por la música. Y mucho menos a aquel nivel.

Ramírez continuó con aquel recital conmovedor que parecía un espectáculo angelical, mientras se paseaba entre piezas clásicas con un dominio y una gracia extraordinarios. 

Después de un poco más de media hora ininterrumpida, la música se detuvo. El hemiciclo del congreso estalló en un feroz aplauso de pie, los diputados de todos los partidos vitoreaban emocionados y una ola de euforia y nudos de garganta se apoderaba de todos. De pronto, Ramírez se levanto de su asiento y de los bolsillos de su chaqueta sacó unas sucias tijeras de jardinería y las levanto como si fueran una antorcha olímpica. 

La ovación comenzó a desaparecer y las sonrisas de los presentes comenzaron a transformarse en muecas de confusión. Cuando el silencio se había instaurado una vez más en aquel recinto increíble, Ramírez, quien parecía una especie de totem épico, vestido de traje y con aquellas incomprensibles tijeras alzadas en el aire, comenzó a enumerar en voz calmada: 

- Primero: de nada sirven las leyes si estas no garantizan el bienestar común.- Mientras con las tijeras se mutilaba el dedo pulgar de su mano izquierda. 

La gente comenzó a gritar horrorizada mientras Ramírez sangraba descontrolado sobre el piano y la primera fila de los presentes. Los guardias de seguridad del congreso no respondían ante el asombro de lo que sucedía y Ramírez, quien trataba de aguantar el dolor en medio del tumulto, continuó con la voz un poco temblorosa: 

- Segundo, nuestro trabajo no es para nosotros. Somos servidores del país y a él nos debemos.- Y con la misma decisión de antes, se cortó el dedo índice de la misma mano. 

Los congresistas no cabían en su asombro. Algunos llamaban nerviosos por sus teléfonos, se escuchaba el sonido de una ambulancia a lo lejos y Ramírez, tembloroso y pálido, trataba de continuar hasta que su cuerpo desmayado se desplomó en el suelo. 

La hemorragia en su mano era muy avanzada y aquel espectáculo mórbido era, de todos modos, ya demasiado. Sobre Ramírez se abalanzó un grupo de gente para auxiliarlo, los llantos y los gritos de espanto acaparaban todo y la sesión del día del congreso fue pospuesta por razones obvias. 

Meses después de arduas investigaciones sobre el trasfondo del caso de Ramírez, se destaparon oscurísimos casos de corrupción en el congreso. Debido a esto, una ola de esperanza y justicia se esparció entre la opinión pública y ahora el poder legislativo se enfrentaba a un estricto referéndum de reforma, el cual fue exigido por la gente que comenzaba hablar en la calle de un nuevo país. 

Sin embargo, de Ramírez, misteriosamente nunca más se supo. Algunos decían que se había exiliado en el anonimato como profesor de música en una escuela primaria del interior. Fue años después, cuando lo encontraron muerto en el chinchorro de un caserón, que se supo de su paradero. 

Aquella fatídica tarde, consiguieron sobre el cuerpo anciano de Ramírez un viejo periódico comunitario, de esos que nadie lee, que reseñaba un breve artículo sobre su antigua hazaña en el congreso. El artículo, escrito por un tal Dr. Avellaneda, un profesor de ciencias políticas de poca monta, analizaba la situación del país y señalaba a Ramírez como un héroe que había despertado la conciencia de la gente entre otras alabanzas un poco exageradas. 

Pero lo más curioso de todo fue que el artículo de prensa estaba tachado con tinta, y la peculiar nota al pie de página, con la letra temblorosa de Ramírez, que decía: "para un concierto hacen falta cinco".


por David Cerqueiro R.

sábado, 8 de junio de 2013

El parque desquiciado

Hay un parque donde se reúnen los locos, los vagabundos, los drogadictos y los perdidos. Pasan los días ahí, tranquilos, sentados en unas sillas plegables regaladas por el estado que les dan una cínica aura veraniega.

A los locos cada vez se les siente más civilizados, amansados por la generosidad de la ciudad que les cedió una parte del parque como su territorio. La gente del vecindario, acostumbrada a la presencia de estos descarriados, ya ni voltea a verlos. Los han asumido como parte de la ciudad. Los niños ya no les tienen miedo, a pesar de sus sucios atuendos de trapos improvisados, cadenas y sombreros rotos. Tampoco a la policía se le ve ya mucho por el parque. 

La locura se ha ido diluyendo entre la poblada y suave grama, el trinar de los pajaritos y el amplio espacio propio. Las miradas de los locos se notan tranquilas, aunque un poco apagadas, y sus movimientos nerviosos han ido transformándose poco a poco en un relajado y suave caminar.

Hasta que un día caluroso alguien, no se sabe exactamente quién ni por qué, les regaló a los locos un viejo frisbee, y del mismo modo al parque, la gloria de su antiguo desquicio.


por David Cerqueiro R.

jueves, 30 de mayo de 2013

Tres corazones

No seas pulpo, sé mujer.

Y no es que me importen tus babosas ventosas, o tus tentáculos de molusco, o tus tres rarísimos corazones. Sé que alguna razón debes tener para semejante faceta octópoda.

Por mí puedes retorcerte, ensancharte o en un relámpago de tinta desaparecer. Puedes incluso sumergirte hasta lo más hondo y regresar salada décadas después. Todo eso es asunto tuyo.


Pero ten cuidado. No vaya a ser que un día te canses de esa vida y el mar salvaje, por jugar con sus corazones, te impida volver a ser mujer.


por David Cerqueiro R.

lunes, 27 de mayo de 2013

Esto no es café

Hago café pero no huele a nada. Le echo más café que agua a la cafetera, que cuela y borbota generosa, pero no huele a nada. No se impregna el aire de ese aroma especial que regala el gran café.

Hago y hago más. Me tomo dos, tres, cinco tazas. Oscuras, cargadas del mejor café que por aquí se consigue. Meto la cara en el empaque del café gourmet, etíope, garantizado como el más puro. Me da taquicardia, pues estoy tomando ya demasiado. Pero sin embargo, no huele a café.

Pareciera que hubiesen preparado más bien un triste té o alguna infusión medicinal de esas de vieja. Pero jamás café, porque no huele.

¿De qué sirve colar y tomar si el preámbulo sagrado del aroma, que es el que invita, el que promete que por ahí viene el momento de disfrutar un buen café, no está? Es como una mujer que se entrega pero no sonríe, que satisface pero a los pocos días es olvidada. Es como pelear sin rabia. Como cantar cansado. Como botar una planta que acabamos de regar. Una aberración de la sensatez.

Como esto que me vendieron. Que no sé que será, pero café no es.


por David Cerqueiro

martes, 21 de mayo de 2013

Treinta caballos

Atender significa sostener firmemente, como por el mango, la impredecible realidad que a diario nos encara. Porque es en la atención donde se cuaja el concreto de la realidad. La realidad maciza, la que duele, la que anochece, la que cobra la renta, la que causa la guerra, la fiesta, el amor y la envidia.

Controlar la atención propia es tan difícil como amansar al mismo tiempo a treinta caballos salvajes. Pero vale la pena intentarlo. Y es cuando la atención se pone mansita, después de batallarla, que uno comienza a reconocer sus señales.

Uno lo sabe, cuando en la calle la gente lo mira a uno sin ningún motivo aparente. Cuando los perros abruptamente dejan de ladrar al cruzarnos. Cuando el agua callejera que nos salpica, sospechosamente no nos mancha. Cuando silbamos frente a los extraños y los hacemos tararear.

Pero la señal más clara y contundente es cuando los caballos ya no corcovean diabólicos, sino que uniformes galopan en un sereno y extrañísimo relinchar. 


por David Cerqueiro R.

miércoles, 20 de marzo de 2013

Perros y llamas

Sobre una colina suiza, en un corral de palo y alambre, estaban juntos perros y llamas.

Los perros eran igual de lanudos que las llamas y todos compartían una extraña uniformidad ocre que los hacía familia. El perro más feroz ladraba afónico hacia el abismo, solo y adelante, como discutiéndole algo al vacío. La niebla, que los envolvía suavemente, flotaba sobre la luz dorada del atardecer que parecía bordar con fuego las lanas de aquel grupo casi mitológico.

Mientras la gente del bus conversaba o navegaba dentro de sus teléfonos, aquella escena perfecta fue desapareciendo a medida que terminábamos la curva. La cálida luz se interrumpió por la sombra natural del otro lado de la colina y por su frío repentino.

Y se acabaron así los ladridos. Y de las llamas, su elegante indiferencia.


por David Cerqueiro R. 

domingo, 18 de noviembre de 2012

Una honorable visita

Ayer en la tarde, mientras mataba el tiempo en la Internet, entró por la puerta de mi cuarto Simón Bolívar. Aunque me costó creerlo al comienzo, era él sin duda. Resucitado de algún modo y trasladado a este tiempo. En mi cuarto. Mientras yo no hacía nada.

No supe qué decir y supongo que se me habrá notado en la cara porque enseguida me preguntó con voz solemne y autoritaria -¿Qué haces? - Y yo solo pude responder tontamente – Pues no mucho, en el Facebook -.

Me miró confundido pero mantuvo su postura. Y aunque no llegó a responder, con un gesto me pidió que me explicara mejor. Yo no supe por dónde comenzar, pues cómo se le explica a Simón Bolívar qué es el Facebook, o la Internet, o una computadora, o un monitor, o la electricidad...en fin. Así que dentro de mi estado de asombro balbuceé torpemente – Es una página en Internet donde uno se comunica con sus amigos y familiares. Aunque bueno, no todos son amigos -.

Miró las paredes de mi cuarto y alguna ropa que tenía tirada en el sofá cómo tratando de entenderlo todo. Se notaba que tampoco él sabía cómo había llegado aquí. Yo podía ver cómo, sin embargo, siempre se mantenía calmo y racional ante el absurdo mundo que lo rodeaba. Luego, justo cuando traté de levantarme de la silla, volteó y me preguntó tajante: - ¿Y qué comunicas a tus amigos? ¿Y por qué no lo haces en persona?-.

Le expliqué brevemente que ellos vivían en otros países, incluyendo Venezuela, y que por medio de la Internet podíamos mantenernos en contacto a pesar de la distancia. - ¿ Y por qué estás tan lejos tú? ¿Eres acaso prisionero de los españoles? - continúo curioso.

Era obvio que Bolívar aún estaba totalmente desorientado y no entendía bien el salto en el tiempo que había dado. Cuando logré por fin levantarme, con mucho tacto le expliqué: - Estamos en el año 2012 y la monarquía española solo existe como un símbolo en España, que por cierto hoy en día está bien jodida-.

A Bolívar le cambió el rostro y murmuró para si mismo pensativo: -¿A qué misterio me ha traído la providencia?-. Le ofrecí café y hablamos por un largo rato. Me preguntó sobre Colombia, Venezuela, Ecuador, sobre Europa, los Estados Unidos. Me preguntó sobre Caracas con un entusiasmo casi de niño. Me preguntó si yo era blanco de orilla o noble y si alguna vez había oído hablar de su adorada Manuelita. Luego me contó un montón de historias de batallas y de cómo los Europeos perdían siempre porque subestimaban a los del nuevo mundo. Cuando contaba sus anécdotas, parecía trasladarse nuevamente en el tiempo.

Miraba por la ventana, con mucho asombro, los carros que pasaban. Aunque nunca me preguntó sobre ellos. Después de un rato conversando me dijo que tenía que irse. No supo explicarse bien pero eso fue lo que me dijo. Yo traté de formular algún tipo de despedida ante semejante reunión imposible, pero no sabía muy bien qué decir. Y Simón, que se dió cuenta, me dijo: -No entiendo aún cómo he llegado aquí, pero por lo que veo eres otro caraqueño más tratando de encontrarse. Pero no te preocupes, después de todo ese es el papel de un caraqueño-.

Me deseó suerte y al salir por la puerta remató en tono de broma: - Para la próxima traigo yo el café, carajito -.

Aunque más nunca lo volví a ver.



por David Cerqueiro R.

martes, 31 de julio de 2012

Latinoamérica cero

Para entender a Latinoamérica hay que tener el valor de olvidarse de uno mismo. 

Sus brillantes cerebros se pierden en la hormigueante multitud de sus ciudades, mientras resignados conversan sin camisa las verdades más difíciles. Así el agua negra de las cloacas les llegue a los tobillos, o al cruzar la esquina los roben violentamente. 

En Latinoamérica nada funciona como se supone que deba. Y ese es su gran secreto. 

Nadie parece comprenderla y todos la subestiman por su raída apariencia, por sus hondas contradicciones y por su retraso tecnológico. Así su franca nobleza insista en aparecerse de golpe en medio del caos, o a pesar de su incesante esperanza romántica en lo intangible trascendente, en medio del tráfico maldito, la pobreza y la gula del consumismo. 

En Latinoamérica nada parece importar, porque todo ocurre en el instante. Lo que vendrá y lo que ya fue es irrelevante para el pululante mestizaje alebrestado y agradecido de vivir el momento. El único tiempo que verdaderamente consta. 

Latinoamérica es incómoda, inconveniente, tosca, resuelta apenas. Su breve pero vertiginosa historia así la obligó. Y es de ella que brota su carácter atravesado y seductor, y sobre ella que se apoya su raro espíritu. Salir a la calle sin conocer su historia, es como amar a una de sus mujeres sin quitarle la ropa. 

Es en Latinoamérica donde aprendí a vivir y donde el afincado roce de las circunstancias me moldeó la perspectiva de las cosas de manera irreversible. Es allá, y solo cuando tengo el ánimo dispuesto al arrojo, donde puedo demoler toda creencia, toda conclusión y toda teoría. Solo allá, y en ninguna otra parte más, es donde puedo decirme adiós a mí mismo para pertenecer a algo mayor y, con algo de suerte, igualar a cero. 



por David Cerqueiro R.

miércoles, 18 de julio de 2012

La gran fiesta

Cuando recibas la invitación a la gran fiesta, y no importa qué ocurra, asiste.

Con tu mejor traje y la mayor elegancia posible, asiste al evento donde todos te conocen pero tú no reconocerás a nadie. Donde hablarán mal de ti apenas te voltees confiado, después de haberte presentado cordialmente. Donde las miradas invasivas, las sonrisas diabólicas y la constante ironía te envolverán confuso.

Donde te harán sentir como un pobre mendigo de sobras, así tengas tu invitación en la mano, y donde harán lo posible por verte tropezar frente a todos, humillándote torpe ante su cínico desdén.

Asiste. No importa qué ocurra.

Y asegúrate de conocerlos a todos cara a cara, de estrechar sus manos con firmeza, de degustar quesos y vinos con ellos y de caer en todas su burlas y trampas.

Cuando la música más ridícula suene, baila con todas tus ganas en el centro de todos y festeja con toda libertad. Festeja, ríe, bebe, baila y consúmete en el hedonismo de la noche.

Porque es allí donde te pondrán a prueba y en dónde a cada demonio le toca ser expulsado para siempre. Cuando lo hagas, y el ruido y la confusión acaben de súbito, te darás cuenta finalmente que aquella fiesta fastuosa siempre había sido tuya.



por David Cerqueiro R.

lunes, 14 de mayo de 2012

La ceniza sobre el níspero

Aunque el reporte de la policía indicaba que la tragedia se debió a un accidente con una bombona de gas, todo el pueblo sabía que Candelario Carbonel se había prendido en fuego, como por arte de magia, después de rezar un rosario completo de solamente padres nuestros. 

Algunos incluso aseguran que lo de Candelario fue una manifestación de su propia santidad. Pero los que reniegan de esta versión, dicen que nada que sea santo echa tanto humo y llamarada. Más bien, estos le atribuían al calcinado Candelario un oscuro arreglo con el demonio mismo. 

El majestuoso incendio de aquella noche era recordado en el pueblo como un gran misterio, que crecía cada vez más en los cuentos de los viejos en las noches de velas y sereno. Misterio por el cual a Candelario Carbonel, a pesar de las advertencias histéricas del párroco, ya algunos hasta le rezaban. 

Sin embargo, lo que sí se sabía cierto era que Candelario hacía tiempo que algo extraño le ocurría. Desde sus compañeros de sacristía, sus alumnos de la escuela de pintura, los mendigos de la licorería, hasta su propia madre concuerdan en que algo muy raro le pasaba al honorable Candelario. Algo que no era natural. 

No fue sino hasta cincuenta años después que Clarita, ya senil y burlada por la memoria, se confesó casual sobre su lujosa mecedora y contó con mucho detalle cómo Candelario Carbonel había sido su amante secreto. 

Bajo el único árbol de níspero de aquel pueblo, que siempre daba nísperos dulces y nunca ácidos, Candelario había confesado su amor a la hermosa Clarita a quien conocía desde siempre. Y a pesar de que ya todo estaba listo para la boda de ella con el gran coronel Voleur, un distinguido oficial francés que estaba de paso por el país, Clarita le entregó a Candelario, en un nervioso puño cerrado, las pantys que ese día vestía. 

Candelario, que era muy respetado por todos por su intachable moral, su muy decente abolengo familiar y su ejemplar labor social con la iglesia, no supo sino esconder su tórrida aventura con Clarita, la cual lo condujo la calurosa noche anterior al tan anunciado casamiento, a perder la conciencia borracho con un botellón de aguardiente, unas pantys en la mano y un imprudente tabaco encendido entre los labios. 



Por David Cerqueiro

jueves, 5 de abril de 2012

Lo que pasa

Coincidencias que no llevan a nada, son como baúles vacíos de tesoros tropezados.
Como las caricias que me das apurada. Como balas de salva que asesinan.

Cuando algo pasa al mismo tiempo que otra cosa, y nada pasa, es cuando a pesar de estar, en realidad te has ido.
Cuando la brisa tantea y el sol falta, mientras terca te bronceas en la azotea nublada.

Cada vez que nada pasa pienso en tus caderas adornadas, en tu cremosa palidez, en tus indomables ganas de cantar.
Porque entonces nada coincidía y todo era un caos acogedor y perfecto.

Que un día dejé pasar.


por David Cerqueiro R.

sábado, 17 de marzo de 2012

Bernarda de mi corazón

Lo más fascinante de Bernarda no era su voluptuoso cuerpo pecoso, famoso en todo el pueblo por sus andanzas juveniles, ni el irresistible tono ronco de su voz de niña caprichosa, sino la manera como resolvía despreocupada su ondulada cabellera castaña con una veloz cola de caballo, mientras guardaba las partes de sus víctimas en envases tupperware y bromeaba pícara sobre la fecha de vencimiento. 

La venta ilegal de órganos humanos había sido el sustento de Bernarda desde que ella podía recordar. La imagen de su padre trabajando con los dientes marrones de mascar chimó, vistiendo un raído delantal de cocina con unos guantes de limpiar baños y cantando tangos a todo pulmón, era para Bernarda un cuadro familiar. Y como en aquel pueblo olvidado no existía otra cosa más que la soledad, el tiempo y la licorería, a Bernarda se le hacía natural y a veces inevitable, asumir el negocio que había heredado. 

Bernarda había perdido la virginidad a los trece años, en la parte de atrás del bar del pueblo con Ramiro, el hijo del dueño, quien tenía entonces veinte años y trabajaba como chofer del camión de su papá. A Bernarda nunca le gustó Ramiro, pero aquella tarde que venían de pasear por el río y Ramiro le había ayudado a matar una culebra, a Bernarda le provocó “salir de eso” y así lo hizo sobre unas gaveras de refresco. 

El padre de Bernarda había muerto en aquel mismo bar de un aneurisma en el cerebro, durante una acalorada discusión con un viejo compadre, después de haberse tomado dieciséis vasos de aguardiente y haber escuchado un insinuante chisme sobre su difunta mujer. En aquel entonces el enfermero del pueblo, quien era apenas un estudiante, no supo reconocer el accidente cerebro vascular del padre de Bernarda, por lo que la autopsia que emitió determinó que el señor había muerto oficialmente “de arrechera”. 

Pero Bernarda nunca fue muy cercana a su padre. Una tarde una prima lejana de su mamá, quien solía visitar en ocasiones al padre de Bernarda, le dijo con los ojos aguados, mientras tomaba el sereno en el porche de la casa y espantaba la plaga con el humo de su tabaco, que él no era su padre. Desde entonces, cada vez que Bernarda olía tabaco sentía un poco de tristeza. Y a la prima de su mamá nunca más la volvió a ver. 

A pesar de todo esto, Bernarda no era una mujer débil. El oficio que le había tocado le había enfriado la sangre lo suficiente como para no temerle a nada. Tanto así, que los hombres del pueblo, que casi todos habían tenido alguna aventura con ella, no se atrevían a acercársele demasiado. La reputación de su familia la antecedía y la oscuridad de su oficio la enajenaba y Bernarda ya estaba acostumbrada a dormir sola desde hacía ya muchos años. 

Una mañana, cuando distraída contemplaba el paisaje de la sabana, Bernarda estrelló su camioneta contra una mula que escapada deambulaba por la carretera. Bernarda atravesó violentamente el parabrisas de su auto y voló varios metros para caer inconsciente y para siempre sobre los vidrios del ardiente y polvoriento camino que llevaba a su casa. 

Nadie supo de Bernarda hasta varias horas después del accidente cuando un autobús de la capital se encontró con el reguero. La gente del pueblo conmocionada no dejaba de comentar sobre aquella espectacular tragedia y de lamentarse por la muerte de la joven. Durante las averiguaciones correspondientes la policía encontró, detrás de la casa de Bernarda, un viejo refrigerador escondido dentro de un oscuro galpón que los desconcertó más que nada. 

Si bien la policía descifró de inmediato el macabro negocio de Bernarda, mediante las docenas de envases tupperware encontrados, nunca pudieron explicarse qué hacía una joven tan bella, y en aquel pueblo perdido, con una extrañísima y meticulosa colección, que permanecía claramente separada de aquellos tupperware, de solamente corazones intactos. 


por David Cerqueiro R. 

sábado, 10 de marzo de 2012

Conchita

No era la primera vez que Conchita era víctima de un secuestro, pero esta vez, por alguna razón, algo en el ambiente era distinto. Mientras la mantenían sentada en la parte trasera de su camioneta último modelo, con la cabeza entre las piernas, los malandros discutían nerviosos sobre a dónde llevarla, a la vez que escapaban a las afueras de la ciudad.

De los tres secuestradores, uno se sentaba junto a ella apuntándola permanentemente con un revólver y acariciándole el pelo -“No te vayas a poner a inventar, que nosotros lo que queremos es tu plata. Al menos que tú quieras otra cosa mamita.”- Le susurraba el secuestrador con un leve aliento a ron.

Conchita no paraba de llorar y los secuestradores no paraban de insultarla y de amenazarla de muerte. Después de golpearla, forzarla a entregar sus tarjetas bancarias, todas sus pertenencias y averiguar la ubicación del resto de su familia, los secuestradores decidían qué hacer con ella.

“La violamos, nos la quebramos y la tiramos en un monte en Guarenas”- propuso el conductor, quien no dejaba de observar a Conchita por el retrovisor. -“Eso es mucho paquete”- intervino el copiloto, quien parecía ser el líder del grupo. -“Quedamos en que solo veníamos por los reales. A la mami esta la dejamos botada en Mariches, que con esa pinta de muñequita no sale de ahí viva”-. Se reían los tres diabólicamente mientras se adentraban en los enredados caminos verdes que salían de la capital.

Conchita sabía que de aquella situación no saldría ilesa. Los secuestradores cada vez se ponían más violentos y el que estaba junto a ella no paraba de manosearla. -“Tranquila mamita que yo no te dejo solita por ahí”- le susurraba en la oreja cada vez más inquieto.

A Conchita le habían atestado un fuerte golpe en la frente y había sangrado mucho. Comenzaba a sentir un poco de náuseas, pero la intensa adrenalina del momento no le permitía bajar la guardia. Después de todo, Conchita siempre fue una mujer fuerte acostumbrada a tener el control. Había dejado la casa de sus padres a los diecisiete años para independizarse y había sacado sola tres títulos académicos. De las últimas doce relaciones amorosas que había tenido, todas las terminó antes de los cuatro meses por falta de “un no sé qué” como solía decir.

Conchita observaba disimuladamente, en la medida de lo posible, los movimientos de los criminales, el lenguaje que utilizaban, los gestos que hacían, la manera como la miraban. Aunque nada de eso era nuevo para ella, esta vez Conchita sintió verdadero terror.

Repentinamente detuvieron la camioneta en un relleno sanitario. El fétido olor de la basura podrida lo penetraba todo y los polvorientos zamuros, espantados por la camioneta, volvían enseguida al banquete interminable de carroña.

“Déjenme diez minuticos con ella a solas, que yo me encargo de despedirla”- pidió el conductor lascivo, a lo que el líder de la banda replicó -“¡Ya está bueno con la guachafita! La dejamos a ella aquí, con la camioneta sin llaves y nos vamos con el Sapo que debe estar por llegar. Con esta camionetota, y con la cara de malandros que tienen ustedes, nos caemos con los pacos en la primera esquina”- sentenció autoritario.

A los pocos minutos, Conchita los vio a todos montarse en una vieja ranchera color vinotinto e irse del lugar a toda velocidad y finalmente respiró ella un poco de calma. Le dolía mucho el golpe en la cabeza y casi no podía ver de lo hinchados que tenía los ojos de llorar. Al componerse un poco y detener el sangrado de la herida que le dejaron, Conchita repasaba en su mente la pesadilla que acababa de vivir. Daba gracias a Dios por seguir viva y por haber atravesado aquella experiencia relativamente intacta, a pesar de la horrenda situación en la que ahora se encontraba.

Sin embargo, al tratar de moverse de su asiento, Conchita notó algo muy raro de lo cual no se había percatado hasta ese momento: su ropa íntima y el vestido entre sus piernas estaban completamente empapados como hacía mucho tiempo, más del que Conchita hubiese deseado, no le había ocurrido. Ni con el más apasionado de sus amantes.

Una imperceptible sonrisa le iluminó el rostro y Conchita levantó la mirada confundida hacia la carretera de polvo que llevaba a aquel vertedero de basura.

Pero la vieja ranchera ya se encontraba lejos.


por David Cerqueiro R.


Publicado en el diario El Universal el día lunes 19 de marzo de 2012:
http://www.eluniversal.com/opinion/120319/conchita