martes, 23 de septiembre de 2008

Las dos almohadas (cuento)

Un hombre joven se mudó a una nueva ciudad. Solo poseía lo que traía consigo, que era una pequeña maleta con ropa vieja, una cámara de fotos y el pelo largo mal crecido. Viejas experiencias lo habían traído allí sin él saber cómo.

Al llegar a su habitación, la cual alquiló gracias a un amigo que le indicó que allí alquilaban habitaciones, se dio cuenta que estaba muy vacía. Aunque le resultaba lógico, nunca creyó que una habitación se sintiera de esa manera. Sólo una cama sin lencería, una raída mesa de madera comprimida y una pequeña hornilla eléctrica ocupaban el espacio.

El hombre pensó que debía comprar, antes que nada, ropa de cama y una almohada para la primera noche. Venía de dormir en otros lugares muy incómodos donde nunca tenían buenas almohadas y a él siempre le gustó dormir placenteramente. Era algo importante para él.

La ciudad era nueva, el país era nuevo también, así como el mundo entero. No conocía el valor del dinero; ni del que tenía ni del que le hacia falta. En una tienda muy elegante vio entonces la almohada que él quería: Una gorda almohada, blanca como una nube, rellena de plumas de ganso ártico. Más cómoda que aquella almohada no existía. O al menos eso parecía.

Pensó que ya era hora de que algo en su rutina diaria fuera placentero, y se decidió a comprarla a pesar de lo cara que era. El mismo amigo que le ayudó a conseguir la habitación para alquilar, le advirtió que no había necesidad de gastar semejante cantidad de dinero por una simple almohada, que bien podía comprar una más económica, que aunque no tan cómoda, haría el trabajo. Pero él no quiso escuchar y la compró finalmente.

Un mes después, sin haber conseguido trabajo, y un poco angustiado por la escasez de dinero, el hombre vio en la vitrina de otra tienda, otra inmensa almohada que parecía muy cómoda y que costaba apenas la cuarta parte de lo que le había costado la primera. Le sorprendió la diferencia de precios y entendió que había pagado de más la primera vez. Pero aún así, quiso comprarla. Después de todo, con todas las preocupaciones del día a día, él se merecía, al menos, dormir placenteramente con varias almohadas si así lo deseaba. Además, esta nueva almohada era más grande y mucho más económica que la otra. En fin era algo importante para él.

Su amigo de antes, el cual normalmente lo ayudaba a ubicarse en el nuevo país, le comentó que no había necesidad de gastar en una segunda almohada, cuando ya tenía una muy buena y tomando en cuenta sus problemas económicos. Pero al hombre no le importó aquel argumento y sintió que él merecía todas las comodidades que quisiera, sin importar las circunstancias.

Dos meses después, el hombre desarrolló un fuerte dolor en el cuello debido a la mala posición al dormir. Un agudísimo dolor que parecía al de una inmensa aguja atravesándolo de lado a lado. Aunque muy cómodas las almohadas que él tenia, estas resultaban, juntas, demasiado altas para recostar la cabeza.

Pero el hombre insistía en que no era culpa de las almohadas, que su condición de cuello se debía tan solo a un poco de stress y que él merecía dormir como él quisiera. De todas formas el médico le ordenó usar un collarín que le inmovilizara el cuello.

Al día siguiente, en el trabajo que había conseguido después de tanto esfuerzo, como vendedor de carros nuevos, lo despidieron. Su jefe le dijo que los clientes no pueden pensar en comprar un carro cuando tienen enfrente a un lisiado recordándoles lo peor.

Él replicó que no estaba lisiado, que su estado era algo pasajero. Pensó que prefería perder su trabajo antes que su comodidad y le dijo a su jefe al igual que a su médico que estaban equivocados. Todos veían esta actitud del hombre como muy negativa e irracional.

Un tiempo después, quebrado, sin trabajo y con el cuello todavía muy lesionado, estaba el hombre sentado en el banco de un parque, pensando sobre las vueltas que había dado su vida. Se preguntaba si las decisiones que había tomado habían sido las correctas, si debía estar allí en esa ciudad, en ese país, en ese mundo. Tenía hambre y se sentía solo. Y lloró.

En ese instante, sintió una mano que le acariciaba la cabeza. El levantó la mirada sorprendido y vio frente a él a una chica con una inmensa sonrisa que sollozaba conmovida con él. La luz del sol le daba a ella por la espalda, delineando su dulce silueta y por detrás de sus cabellos. Aunque no pudo ver bien su rostro, el hombre supo que era bella.

El tiempo pasó y nadie oyó nunca más sobre el hombre.

Su casero dijo que un día desapareció y que le había dejado en el buzón del correo el dinero de la renta de los últimos meses que debía. Su habitación había quedado vacía. Su amigo tampoco sabía sobre él; contó que un día lo fue a buscar y no abrió la puerta nunca más. Tampoco su médico sabía nada al respecto. Todos estaban resignados ante aquel misterio.

Al año siguiente, el amigo del hombre recibió una carta. Era de su amigo desaparecido. Lleno de alegría la abrió ansiosamente, para saber de él después de tanto tiempo y de tanta incertidumbre.

El hombre le contaba que se había regresado a su mundo natal con una hermosa chica que conoció mientras vivió en la otra ciudad y que se habían casado y que esperaban felizmente su primer hijo. Que ahora trabajaba como fotógrafo para una revista sobre cultura y ella como curadora de una galería de arte. Se sentía muy feliz.

El hombre le agradeció a su amigo por toda su ayuda y sus consejos y le contó que se había curado finalmente de aquel terrible dolor en el cuello que lo había afectado por meses. Y le dijo: “Tuviste razón todo el tiempo ¡Fue una estupidez comprar esas almohadas!”

Aunque le explicó, que si alguna vez tuviera que volver a deambular por aquel mundo, solo y sin recursos como entonces, volviera a gastar su dinero en las mismas dos almohadas sin siquiera dudarlo por un segundo.

por David Cerqueiro R.

jueves, 11 de septiembre de 2008

Esto se lo llevó quien lo trajo

Esta criollísima expresión de desaliento y de crítica acusativa y conclusiva, encierra una compleja urdimbre de significados, que subyace oculta a la interpretación de aquel que la escucha de la boca de indignadas doñas, en los mercados libres sabatinos a eso de las ocho de la mañana.

Puesto que, y ya entrando en análisis, el “esto” que comienza esta frase, se refiere a un completo implícito que pareciera haber sido acordado siglos antes. Ya nadie se molesta en describir qué es el “esto” que tanto atormenta a las doñas. Aunque, indudablemente, sea lo que sea a lo que se refieren cuando hablan del “esto”, resulta de muchísima importancia y gravedad su actual estado: Que se lo hayan llevado y, más aún, de esa forma.

También es evidente que “esto”, está relacionado con muchísimas esferas de la vida social: El gobierno, la economía, las nuevas tendencias de la moda, los nuevos paradigmas sociales, la cantidad de comerciales durante la transmisión de telenovelas, entre otros. Recalcando así su indiscutible y universal importancia.

De todas maneras, a pesar de la incertidumbre que pueda invadir al curioso que intente descifrar a qué se refieren las doñas tempraneras, cuando tan resignadamente invocan el infortunado destino del “esto”, siempre quedan en la lapidaria frase valiosas pistas para dilucidar su verdadero significado.

Queda más que claro entonces que “esto” alguien se lo llevó. He ahí el problema fundamental y el núcleo del mensaje de la frase. Y de este hecho, naturalmente se despierta todo un cuestionamiento angustioso: ¿Por qué se lo llevaron? ¿A dónde? ¿Lo van a devolver? ¿Cuándo?, etcétera.

Es dentro de este torbellino de dudas, normal en alguien a quien le han despojado de algo tan esencial como su “esto” y, más aún, de aquella manera tan tajante y paradójica, donde se genera la contundencia del mensaje de la frase.

No obstante, su genialidad radica en la última de sus partes, cuando establece de manera muy redonda y precisa, el peor de los aspectos de la situación expresada, que es no solamente el hecho de que “esto” se lo hayan llevado, sin siquiera explicar qué fue lo que se llevaron y cómo o por qué, sino que aquel que se lo llevó ¡Fue el mismo que lo trajo!

Es esta ironía ofensiva la que más indigna y que funge de broche dorado para clausurar de una vez por todas lo alarmante de lo expresado.

Evidentemente, preguntas tan naturales como: ¿Si se lo iba a llevar, para qué demonios lo trajo en un principio? Que expresan el sentido de burla y de irrespeto del hecho; ¿Cómo sabemos que fue el mismo sujeto, pero ni siquiera sabemos qué fue lo que trajo? Ponen en evidencia el carácter sospechoso, oscuro y de gato encerrado del problema.

Sin embargo, a pesar de todos los vericuetos y sub matices del contenido de la frase ¡Esto se lo llevó quien lo trajo!, no hay doña que dude en replicar muy resueltamente y con una aplomada seguridad la no menos compleja repuesta: ¡Definitivamente mi amor!, que a su vez se adentra por los terrenos de la inflexibilidad del juicio humano y de la complicidad social amorosa.



por David Cerqueiro R.

Publicado en El Universal el 27 de septiembre de 2008.
http://www.eluniversal.com/2008/09/27/opi_art_esto-se-lo-llevo-qui_27A2020885.shtml