martes, 26 de enero de 2010

Desnuda en sus perlas

Desnuda en sus perlas
voltea a mirarme
,
y no logro cansarme

nunca de verla.

Desnuda en sus perlas

me deja imantado,
y de un solo bocado
me provoca comerla.

Y no existe duda

que lo mejor de tenerla,
es admirarla desnuda
en su collar de perlas.


por David Cerqueiro

viernes, 1 de enero de 2010

Caracas

Después de más de cuarenta y cinco minutos de tráfico estático en una arteria principal de la ciudad, el Jazz Big Band de la emisora cultural y el aire acondicionado del carro nuevo, pero chocado, dejó de ser suficiente para escapar al agobio.

De todas maneras, ya me parecía ridículo seguir haciéndome de la vista gorda ante la pólvora del resentimiento social de una ciudad como Caracas escuchando Jazz pavoso. Ochenta por ciento de pobreza extrema en el cuarto país exportador de petróleo del mundo, y yo apreciando los matices del conflicto negro norteamericano a través de su historia musical con aire acondicionado. Ridículo.

Coloco el dedo en el gatillo de la ventana del conductor y pienso si será prudente bajarla y exponerme a los deliciosos 29 C° que están haciendo afuera, junto al índice de muertes por crímen más alto de Latinoamerica, la ola de secuestros, la basura, los mendigos y la excesiva contaminación sonora.

Bajo el vidrio y expongo mi vida por un poco de aire fresco y sol de verdad. En Europa, como todo el mundo sabe, no sale el sol. Y yo que allá vivo desde hace dos años y medio, trato de disfrutar el sol de Caracas lo más que puedo; así me cueste la vida.

Me pongo a pensar que en esta ciudad nacieron grandes genios de la historia, figuras mundiales que ennoblecieron la estirpe ambigua del género latinoamericano ante la tradicional mirada desdeñosa del viejo continente. Pienso que aquí en Caracas nace la gente cargada de una luz divina que no se ve en todas partes, y rápidamente subo el vidrio porque veo a un tipo raro que se acerca a pedir dinero y no me gusta la pinta que trae.

La cola avanza 10 metros. Un señor me tira su gigantesca camioneta Bronco y me corta el paso brutalmente, obligándome a frenar bruscamente o a chocarlo. Conozco a esos sujetos de grandes camionetas, armas de fuego y barrigas de embarazada. Dicen que son así porque tienen el pipí chiquito y les gusta compensar. Yo estoy de acuerdo. De todas maneras mis gritos violentos de frustración vial se ahogan en la privacidad de las ventanas cerradas del carro de mi mamá y no ocurre ninguna novedad.

Por fin entro a la autopista y observo una montaña llena de ranchos de la gente muy pobre e imagino como será vivir en uno de esos: Chozas de madera y láminas de zinc. Tenía tiempo sin ver ese paisaje. Realmente reflexiono sobre el asunto y logro ponerme en sus zapatos casi conmovido, pero inmediatamente otra camioneta me corta el paso y me forza a concentrarme en el salvaje tráfico. Pero esta vez era una Hummer manejada por un tipo mas gordo que el anterior. Pipí más chiquito.

Sigo manejando resignado y contemplo el majestuoso cerro el Ávila, patrimonio natural del país. Antiquísimo objeto de culto religioso de las culturas indígenas del pasado, centro de energía único en el mundo entero y, según los más atrevidos, base de operaciones de presencia extraterrestre. Una maravillla de la naturaleza. A la vez me cambio de canal lentamente para ir arrimándome dirección a mi casa y de repente, al entrar a un puente, lo usual: Más tráfico.

Esta vez parece ser más estático que el anterior. Ya llevo media hora de retraso a un almuerzo familiar y apenas estoy entrando a la autopista. En la radio suena Charles Mingus y el aire acondicionado empieza a enfriar de nuevo. Coloco el dedo en el gatillo de la ventana, veo el cielo azulísimo de la ciudad donde nací y pienso si valdrá la pena, otra vez, jugarse la vida de esta manera.


por David Cerqueiro