sábado, 31 de julio de 2010

El regalo de Tomás (Cuento)

Tomás nunca había visto la tapa de un libro tan sencilla y a la vez tan misteriosa. Su tío Claudio, quien servía como arriero a una de las familias potentadas de la región, había recibido como regalo por parte del hermano de su patrón, quien recién llegaba de España, aquel diminuto libro sin título que parecía no tener ningún grabado que lo ilustrara. Claudio sabía que el hermano europeo del patrón era un tanto diferente al resto de la familia, por el respeto con que siempre trataba a Claudio. A él eso le gustaba.

Sin embargo, como Claudio nunca había aprendido a leer, a pesar de estar muy agradecido ante el generoso gesto del viajero, decidió regalarle aquel libro a su sobrino favorito.

Las páginas de este libro eran de un papel muy grueso y resistente, pensaba Tomás mientras acariciaba cada una de ellas. Pensó también que debía tratarse de un libro de mucho valor. El lomo, estaba firmemente reforzado con un delgado hilo color rojo que formaba una flexible columna que soportaba las elegantes páginas manuscritas en caligrafía a tinta.

Tomás había aprendido a leer a temprana edad, gracias a la generosa diligencia de unas misioneras religiosas que, cuando Tomás era niño, pasaron una temporada en su pueblo catequizando a todomundo. Aunque Tomás no recordaba mucho las clases de aquellos letárgicos catecismos, los cuales siempre terminaban con un dulce de lechoza y un vaso de guarapo e' papelón como premio a los que asistían, siempre le quedó el orgullo de haber aprendido a leer como se debe.

Al final del día y después de haber lavado los establos, alimentado el ganado y recolectar el agua y la leña para la cocina del día, como le ordenara su padre, Tomás se dispuso a explorar el preciado regalo que su tío le había dado. Así, bajo la luz de un tocón de velón, y en la quietud de un rincón del suelo de la casa, Tomás pasó su primera noche desvelado viajando por las letras de aquel maravilloso texto que hablaba de cosas que él nunca había siquiera imaginado. Aquel extraño libro que viajó desde el otro lado del océano por meses, había conseguido su destino final en las manos de Tomás y era ahora, él, el escogido para recibir la luz que de sus páginas parecía emanar.

Largos párrafos hablaban sobre los hombres del mundo como si todos fuesen iguales y a Tomás esto le gustaba. En aquel libro se exhaltaba de una manera casi lírica el hecho de haber nacido, el derecho a las ideas, a la libertad, algo que aparentemente pertenecía a todos por derecho divino. Se inundaba de dignidades y alabanzas a los aspectos más simples del ser humano, como la capacidad de expresar lo que piensa y discutirlo con otros, entre otras tantas ideas fascinantes cada una más inquietante que la anterior.

Nunca Tomás había leído algo tan conmovedor, tan único y tan real. Nunca había sentido que una palabra escrita causara semejante impacto en él, y menos sin saber quién la escribía. Y Tomás supo así, desde aquella corta y oscura noche, que nunca más volvería a ser el mismo.

A la mañana siguiente Tomás no sentía ningún cansancio, a pesar de haber pasado la noche leyendo encorvado bajo la tenua luz del precario velón, que sorpresivamente ardió encendido más tiempo del usual. Mientras iba camino a la plantación donde trabajaba por las mañanas, Tomás halaba por el freno a la vieja mula de su familia, que últimamente había cogido el hábito de detenerse repentínamente a mitad de camino y sentarse con la carga a cuestas. Para Tomás este era un cotidiano problema que debía resolver “a palo limpio”. Sin embargo, en el fondo Tomás entendía que la pobre mula que alguna vez fuese de su difunta abuela, ya merecía sentarse a descansar.

Mientras esto ocurría, en el mercado de la plaza del pueblo Tomás escuchó el canto alarmista de un niño pregonero que anunciaba las noticias que llegaban de otras partes. Por aquel exclusivo servicio social, el niño recibía al final de la semana una moneda de plata, la cual compartía con sus otros siete hermanos menores. A Tomás esto no le gustaba.

Sin embargo esta vez escuchó al niño gritar, con la ingenuidad de alguien que repite lo que le dicen, algo que lo detuvo en el sitio junto a la relajada mula de su abuela: ¡Noticias de la Europa! Que hablaban de algo que Tomás no entendía muy bien. La gente comentaba murmurosa en la calle y se respiraba en el aire un aroma nervioso, como el que se respira cuando se le dice a la mujer que a uno le gusta, lo que se siente por ella.

Tomás recordó de pronto el libro que le había despertado para siempre las ideas que ahora retumbaban en su cabeza y que parecían acelerar. Algo importante estaba ocurriendo y Tomás, aunque lo sabía muy bien, no terminaba de entenderlo.

Durante el resto de la tarde y parte de la noche las fuerzas reales, que iban de camino a la capital, se desplazaban ágiles y marciales por todo el pueblo. Diligencias aristócratas iban y venían en una ola creciente de sosobra que teñía la atmósfera de lo que siempre había sido un pueblo tranquilo. La gente se refugiaba en sus casas, y los campos estaban desiertos porque no habían ya patrones que los supervisaran. Las ideas de aquel libro retumbaban cada vez más en las sienes de Tomás quien creyó por un momento estar “contagiado” de algo extraño que lo enajenaba de sí mismo.

Fue entonces cuando Tomás vió llegar, a la plaza del pueblo y con paso acelerado, a un peculiar grupo de personas. Eran de aquellos que Tomás siempre veía bien vestidos, discutiendo con disimulo y con un lenguaje un poco raro en las tabernas del pueblo cuando caía la noche, cuando alguna vez le tocó hacer un mandado especial para su padre.

Venían con antorchas y demandaban amenzantes la presencia del Virrey. Repartían panfletos, cientos de ellos que caían por el suelo y eran pisados por los caballos de los curiosos que se acercaban a atender aquel tumulto. Tomás se acercó prudente al borde de el círculo que ya formaban aquellos señores, y de un charco de lodo rescató uno de los panfletos que decía en letras muy grandes de linotipo: ¡Libertad, Igualdad, Fraternidad!

Tomás observaba como todos, enardecidos, aupaban las palabras de aquellos rebeldes, que cada vez más inflaban, con el aire de su audaz retórica, aquella rara atmósfera que se había apoderado del pueblo. Supo Tomás entonces, que aquellas ideas que le llegaron desde el otro lado del mundo, en aquel extraño y diminuto libro que le había regalado su tío, no llegaron solamente para él.

Y a Tomás eso le gustó más que nada.


por David Cerqueiro R.

jueves, 22 de julio de 2010

Carrusel

Hay un carrusel absurdo en donde dan algodón de azúcar y premios a aquellos que se monten en sus estúpidas figuras de caballos afeminados y tazas de té. Donde la música que suena cuando gira nauseabúndamente, es tan atorrante como empalagosa. Es la única atracción del parque y a la cual todos, sin que quede alguno por fuera, deben acudir si es que quieren algo del escaso dulce de la diversión.

Todos se avalanzan sobre aquel tiovivo del que todos hablan, tropezándose unos con otros como bestias en una manada alebrestada por el miedo. Todos sonríen histéricamente, mientras ceñidos a los ornamentados tubos de los macabros figurines, complacen desorientados la mirada morbosa de los curiosos. Mientras más gira, en su débil centrífuga inacelerada y opaca, más inaguantables se convierten toda su farsa y los que la alimentan.

¡Me han arrastrado a montarme en este carrusel! No fui yo, nunca, quien decidió viajar en tal armatoste vergonzoso ¡Ni por un segundo! Como todos, quise mi golosina y acudí al parque por ella. Pero hubiese preferido jamás tenerla, a haberme convertido en el hueco casco inánime que hoy posa obligado para las fotos de tal avergonzante trampa.

Sin embargo, alzo mi voz en contra de la música, en contra del mareo de tanto girar alrededor de nada pero nadie quiere escucharme. Porque para ellos soy solo el niño amargado, de raro comportar, que prefiere estar con sus padres caminando en el parque, a la plástica euforia de este macabro carrusel que pareciera nunca detenerse.

Ya no quiero el azúcar, ya no quiero la novedad ni el estímulo de lo especial. Ya no quiero creer que la diversión se encuentra en un lugar aparte. Sólo pido, por lo que más quieran, que de este trágico carrusel me dejen bajar.


por David Cerqueiro R.

Publicado en el diario El Universal el 27 de julio de 2010: http://www.eluniversal.com/2010/07/27/opi_art_carrusel_27A4248571.shtml