miércoles, 13 de octubre de 2010

La furia de las abejas

Había una vez un árbol muy grande y frondoso que daba toda clase de frutos deliciosos durante todas las temporadas, cuyas ramas se extendían larguísimas expandiendo una amplía y acogedora sombra que abarcaba a todo aquel que quisiera reposar bajo ella.

Esté árbol era tan especial y tan exótico, que muchos cruzaban el océano entero por meses, solo para acudir a su sombra y a la acolchada grama uniforme que sobre sus raíces crecía. Gentes de todas partes, incluso, abandonaban sus propios árboles permanentemente para venir a deleitarse con los frutos y la sombra de este árbol, que parecía invencible y eterno.

Con el pasar lento de los años este árbol creció en su tronco principal un enorme panal de abejas, el cual crecía más con cada año. Al comienzo, los habitantes del árbol no hicieron caso de aquel panal, al cual veían como algo natural que todo árbol, y más aún uno tan fructuoso, debía tener. Pero llegó un momento en que aquel panal había alcanzado un tamaño descomunal, y algunos hasta aseguran que llegó a ser casi tan grande como el mismo árbol.

No obstante, los habitantes del árbol aprendieron con el tiempo a convivir con aquel panal, del cual extraían una rica y dulcísima miel que chorreaba abundante por los poros de su colmena. Esta miel era tan especialmente rica y tan abundante, que los habitantes del árbol vivían exclusivamente de ella, pues todo el mundo quería probar su adictiva dulzura. Mientras esto ocurría año tras año, los frutos del árbol caían espontáneos sobre la grama, y desaparecían podridos bajo las pisadas indiferentes de los habitantes del árbol quienes no tenían más ojos que para la hipnotizante miel de aquel panal, que ya para entonces era percibida como una especie de maná sagrado.

La sombra del árbol, la cual era muy tibia y peculiar, también comenzó a encogerse, pues las ramas muertas del árbol ya nadie las podaba como antes y la frondosa copa que alguna vez fungió de cielo para muchos, se estaba convirtiendo en una especie de triste esqueleto expuesto e insuficiente.

Sin embargo nada de esto importó mucho a los que vivían en el árbol, porque aquella miel, que era la envidia de las gentes de otros árboles, parecía no acabarse nunca y cada día aparecían más y más abejas que la producían sin cesar. Como por arte de magia.

Pero un día ocurrió algo insólito. Algo que nadie esperaba, aunque algunos pocos hacía rato que lo avecinaban con timidez: Alguien decidió, arrastrado por no se sabe muy bien cuáles motivos, tirarle una enorme piedra a aquel frágil y monstruoso panal. Una piedra aventada de tal manera, que la colmena que por casi un siglo había alimentado a varias generaciones con su pegajosa miel, se derrumbó de facto en fragmentos irreparables, que no solo desbordaron la preciada miel sobre la tierra sedienta, sino que liberaron, por primera vez , aquello que nunca nadie se había tomado la molestia de considerar, seriamente, hasta entonces: Las abejas.

Así, de aquel arruinado panal emergió un feroz enjambre asesino, que volaba más rápido que el sonido de su tenebroso zumbido, una nube de tormenta oscura y cerrera que conquistó todo el espacio en cuestión de segundos. Los habitantes del árbol, aterrorizados, corrían por sus vidas a las copas de otros árboles lejanos; algunos alérgicos tuvieron que aprender a respirar bajo el agua para escapar de la asfixiante plaga y otros, sencillamente, no les quedó otra que tratar de esquivar las abejas entre el ardor de las picaduras.

Muchos perecieron bajo los aguijones agresivos de aquellas abejas nerviosas, quienes sencillamente atacaban cualquier cosa que se moviese. Familias enteras se vieron destruidas, comunidades desmembradas y las instituciones desvalidas ante aquella hecatombe. Las abejas habían sido despertadas de un histórico letargo, el cual reclamaba ahora, a la frecuencia de aquel ensordecedor zumbido mortal, el contrapeso natural de las cosas.

Y aquel árbol nunca más fue el mismo.

Hoy en día casi nadie vive en él, porque los que permanecieron junto a su tronco no se atreven a llamar vida al banquete de sobras con el que los dejaron. Ya sus frutos no son tan abundantes y su sombra, rasgada por la incidente y calurosa luz del trópico, solo arropa a algunos que logran mantenerse a punta de un difícil y valiente equilibrio entre los escombros del desastre y las expectativas.

Dicen que las abejas se han calmado, pero que todavía reinan. Y muchos de los que corrieron por sus vidas, desde lejos ven las ruinas de aquel árbol con un respeto nuevo, con una añoranza por las generosas frutas que antes daba y con una agridulce nostalgia por su sombra única. Al igual que los que se quedaron, hinchados de picadas y ronchas.

Sin embargo, el árbol todavía da frutas buenas, aunque pocas, y todavía crece hojas y ramas, aunque ya no tan largas. Y los que recuerdan los buenos días del árbol, hablan mucho de cómo reconstruirlo y de cómo rescatarlo. De algún día volver a su familiar sombra y permanecer cubiertos por ella, aunque entendiendo ahora que para vivir de la miel, hay que saber llevarse con la furia de las abejas.


por David Cerqueiro R.

Publicado en el diario El Universal el día 16 de Octubre de 2010: http://www.eluniversal.com/2010/10/16/opi_art_la-furia-de-las-abej_16A4612693.shtml

jueves, 7 de octubre de 2010

Enredo

La mente es como una red de pescador: consta de un sinfín de puntos interconectados que juntos constituyen una estructura cuyo contenido es la conciencia. En esta estructura reposan las ideas, los criterios, las costumbres, las tradiciones, los valores, la experiencia, la memoria, entre otros. Es decir, la pesca del día.

Hay redes de todos los tamaños y no todas pescan lo mismo. Hay redes inmensas que requieren de varios botes para extenderlas y cargan toneladas de peces. Estas son las que mueven el mundo y las que con una gran magnitud generan cambios.

Hay otras más modestas, que se dedican a pescar solo ciertas categorías de peces en pocas cantidades, pero surten a sus familias de lo necesario sin falta. Estas son las redes trabajadoras, la base productiva de la sociedad. Las que por lo general nunca se rompen.

Existen muchos tipos de redes, de muchas formas y para distintos fines. Cada quien utiliza la red que le toca como puede y como quiere. Sobre todo como quiere.

Hay redes que se se les abren huecos de tanto mal usarlas. Y a pesar de que todavía algo pescan, no son tan efectivas como antes. Estas redes resultan del abuso de los pescadores, quienes intoxicados de intensas distracciones a veces descuidan la integridad de sus redes. Hay otras que se enredan entre si mismas, y a pesar de querer pescar, no pueden. Estas redes a veces vienen así de fábrica, o a veces se enredan en el camino sin explicación alguna. El caso es que, una vez enredadas, nada las desenreda. Los pescadores dueños de estas, pasan a depender de la solidaridad de los otros pescadores para sobrevivir, quienes con algo de lástima los socorren de por vida.

También hay redes que solo pescan basura y desperdicios del mar. De estas los pescadores siempre se quejan, sin a veces darse cuenta que depende exclusivamente de ellos cambiar de aguas.

Hay unas redes excepcionales que, aunque aparentemente salen a pescar al igual que las demás, siempre regresan con las más ricas cargas de peces, a veces cientos de ellos exóticos y sorprendentes que por si solos valen fortunas. Estas redes parecen ser un misterio para los demás y de sus pescadores solo se sabe que se la pasan silbando con un gesto extraño en el rostro, como el que hace alguien que sabe algo que los demás no.

Hay redes que se pierden en el fondo del mar y nunca más se rescatan; también hay redes que se multiplican para pescar más peces y poco a poco se van tejiendo a ellas mismas con paciencia y trabajo. Hay otros que, aunque tienen unas redes inmensas, cómodamente prefieren pescar solamente con una porción de estas.

Cada día aparecen nuevos tipos de redes para miles de usos nuevos. O al menos eso parece. Porque muchas veces los pescadores más viejos reconocen en algunas de ellas, redes antiguas.

Sin embargo, existen algunos extraños pescadores, bastante raros, que siempre están observando sus redes desde bajo el agua e independientemente de que estas estén llenas o vacías, rotas o enredadas, hundidas o descuidadas, siempre prefieren sumergirse hasta el fondo del océano, donde los peces nadan con libertad y donde a nadie le importa, en lo más mínimo, hablar de redes de pesca.


por David Cerqueiro R.


Publicado en el diario El Universal el día 9 de octubre de 2010: http://opinion.eluniversal.com/2010/10/09/opi_art_enredo_09A4580773.shtml