jueves, 13 de enero de 2011

La propuesta de Matilda

Hacía rato que Aurelio se había cansado de esperar por el día en que Matilda, finalmente, se decidiera a desnudarse frente a él. Matilda era de esa clase de mujeres que con solo verlas caminar, le afectan a uno el equilibrio y le vuelven el aliento espeso.

Tenía las curvas de un durazno tierno y la piel de leche acaramelada. Sus mejillas pecosas y sus clarísimos ojos verdes lo seducían todo. Le gustaba quebrar sus perfectas caderas cuando conversaba, y siempre sonreía simpática mientras jugueteaba con los anchos bucles rojos de sus juveniles cabellos. Matilda era pues, sin esfuerzo alguno, una Diosa.

Desafortunadamente, Aurelio, su prometido, solo había logrado intimar físicamente con ella de una manera muy superficial: a través de interminables sesiones de pasión frenada donde solamente besos y caricias conformaban el límite de lo permitido por ella. Al menos por los momentos.

Una tarde Matilda venía del mercado del pueblo de comprar frutas, pan integral y algo de dulce de membrillo, cuando se consiguió con Aurelio sentado en una piedra con la cara hundida entre las manos.

–¿Qué haces ahí tan solo? –Le preguntó–.

–Pienso –Respondió Aurelio secamente–.

–¿Y en qué piensas? –Insistió ella–.

–Pienso en que realmente no me deseas y es por eso que no me dejas conocerte. –Recalcó agrio Aurelio–.

Matilda siempre supo que aquel momento habría de llegar y por lo tanto no le sorprendió demasiado. Así, serenamente dejó los víveres reposar en el césped de la pradera y, mientras se recogía un poco la alargada falda, se sentó cariñosamente junto a Aurelio y con un tono de voz nuevo para él, le susurró dulcemente al oído:

–Cariño, tengo una propuesta para ti.

Inmediatamente el cuerpo de Aurelio se irguió como animado por una fuerza externa y su rostro se iluminó de una repentina esperanza. Y Matilda continuó mientras descosía una pequeña hilacha de su suéter de lana:

–Si de verdad sientes que no puedes esperar por mí más tiempo, toma el extremo de este hilo y vete con él sin pensar a dónde lo llevas. Camina lo más que puedas y nunca dejes ir el hilo de tus manos. Yo te esperaré aquí mientras descoses mi único suéter, y la única prenda que llevo conmigo para cubrirme. Cuando lo hayas descosido del todo, vuelve a mí. Yo estaré aquí desnuda esperándote y seré entonces tuya. Para siempre.

Atónito, Aurelio contemplaba la belleza de su prometida y sin éxito buscaba las palabras para responder que, sorpresivamente, lo habían abandonado en ese instante. Matilda le tomó las manos y le puso entre ellas el hilo de su suéter y con una mirada extrañamente ambigua pero a la vez tierna, lo terminó de azuzar.

Aurelio se levantó sobre sus pies con una rapidez casi electrónica, y con aquel delgado hilo enredado entre los dedos, corrió con la energía de aquel que intenta escapar de su propia sombra. La voz de Matilda se escuchaba cariñosa a lo lejos, deseándole suerte y recordándole no romper el delicado hilo que ya se desprendía varios metros lejos de ella.

Así, Aurelio cruzó por primera vez las montañas que rodeaban el valle donde toda su vida había vivido al igual que Matilda. Atravesó ríos desconocidos, helados y torrentosos. Conoció praderas nuevas y profundos precipicios de roca. Saltó abismos de niebla y se adentró en remolinos de árboles, a través de los cuales el interminable y frágil hilo seguía su recorrido.

La luna y el sol se relevaban en su eterna rutina. Las nubes esculpían sus estatuas gaseosas, sobre el pedestal azul y morado del espacio y Aurelio, indiferente a todo, seguía corriendo incansable. La imagen de su amada, voluptuosa y generosa, era lo único que ocupaba su mente y sus piernas solo sabían moverse para cumplir la misión de aquel hilo del destino.

Al saltar sobre uno de los riachuelos que surcaban la pradera, Aurelio sintió que el hilo en sus manos perdió repentinamente la resistencia que lo había acompañado durante todo el camino. Supo entonces que finalmente Matilda se encontraba desnuda esperando por él. Y supo que había alcanzado, por fin, aquello que tanto anhelaba desde hacía tanto tiempo: escapar de la tortura cruel que era el misterio del cuerpo de su mujer. Afortunadamente ahora, solo quedaba volver a ella.

Pero el camino de regreso a casa era largo y desconocido, puesto que el designado hilo se había ya desvanecido en las entrañas del rural camino de piedras y polvo.

Aurelio confundido, intentó recordar los pasos que había dado en su ciego frenesí de venida. Pero ahora los árboles aparecían diferentes y oscuros, el viento soplaba de una forma rara e intermitente y las nubes, esta vez, permanecían inmóviles y deformes como burlándose, con silenciosas morisquetas, de Aurelio y su extraña odisea.

La noche cayó una vez más y las estrellas aparecían desordenadas. El agudo frío comenzaba a alcanzar todo lo que había, al igual que los ruidos nocturnos y el miedo. El que alcanzaba más lejos, era el miedo.

Aurelio estaba, sin duda alguna, perdido.

Después de mucho andar y con la esperanza ya muy diluida, Aurelio reconoció muy a lo lejos la cima de la cordillera del valle donde él vivía. ¡Había encontrado el camino a casa! Intoxicado de emoción, corrió más rápido que nunca, con la poca fuerza que le restaba en su sangre, a los dulces pechos de su amada quien debía de esperarlo pacientemente.

Por fin llegó la hora en que Aurelio entró a aquel prado en el que alguna vez, sobre una roca, se lamentaba. Recorrió hábilmente algunos atajos espinosos hasta que, repentinamente, su inusual empresa culminó de súbito.

A la distancia, sobre aquella dichosa roca, estaba Matilda como lo había prometido. La cara de Aurelio se transformó alegremente y su paso impulsivo lo atrajo a la morada de su amor.

Sin embargo, algo había cambiado.Matilda sonreía conmovida pero de una manera distinta, aunque su cuerpo desnudo, había esperado a Aurelio como lo habían acordado. Aurelio, mudo y turbado, tomó dudoso la mano de Matilda quien permanecía sentada en aquella roca mohosa con una extraña paz en la mirada.

–¡Lo lograste querido! Y aquí te esperé. –Le dijo ella con una dulce sonrisa mientras le acariciaba el rostro–. –Pero a mis noventa y siete años, creo que lo que te prometí ya no te servirá de mucho.

Aurelio se derrumbó fulminado sobre sus rodillas, con lágrimas en los ojos y contemplando, con desconcertante horror, el inexplicable cuerpo anciano de su prometida.

El tiempo había jugado una de las suyas y el misterioso hilo que alguna vez conectó por sus extremos a los latentes amantes, había sido su cómplice. Y las palabras abandonaron a Aurelio una vez más, como habría ocurrido aquel día que partió de aquella roca tras la promesa de la extraña propuesta de su adorada Matilda.

Solo que esta vez, las palabras nunca más volvieron a él.


por David Cerqueiro R.


Publicado en el diario El Universal el día 17 de enero de 2011: http://www.eluniversal.com/2011/01/17/opi_art_la-propuesta-de-mati_17A4993291.shtml