sábado, 17 de marzo de 2012

Bernarda de mi corazón

Lo más fascinante de Bernarda no era su voluptuoso cuerpo pecoso, famoso en todo el pueblo por sus andanzas juveniles, ni el irresistible tono ronco de su voz de niña caprichosa, sino la manera como resolvía despreocupada su ondulada cabellera castaña con una veloz cola de caballo, mientras guardaba las partes de sus víctimas en envases tupperware y bromeaba pícara sobre la fecha de vencimiento. 

La venta ilegal de órganos humanos había sido el sustento de Bernarda desde que ella podía recordar. La imagen de su padre trabajando con los dientes marrones de mascar chimó, vistiendo un raído delantal de cocina con unos guantes de limpiar baños y cantando tangos a todo pulmón, era para Bernarda un cuadro familiar. Y como en aquel pueblo olvidado no existía otra cosa más que la soledad, el tiempo y la licorería, a Bernarda se le hacía natural y a veces inevitable, asumir el negocio que había heredado. 

Bernarda había perdido la virginidad a los trece años, en la parte de atrás del bar del pueblo con Ramiro, el hijo del dueño, quien tenía entonces veinte años y trabajaba como chofer del camión de su papá. A Bernarda nunca le gustó Ramiro, pero aquella tarde que venían de pasear por el río y Ramiro le había ayudado a matar una culebra, a Bernarda le provocó “salir de eso” y así lo hizo sobre unas gaveras de refresco. 

El padre de Bernarda había muerto en aquel mismo bar de un aneurisma en el cerebro, durante una acalorada discusión con un viejo compadre, después de haberse tomado dieciséis vasos de aguardiente y haber escuchado un insinuante chisme sobre su difunta mujer. En aquel entonces el enfermero del pueblo, quien era apenas un estudiante, no supo reconocer el accidente cerebro vascular del padre de Bernarda, por lo que la autopsia que emitió determinó que el señor había muerto oficialmente “de arrechera”. 

Pero Bernarda nunca fue muy cercana a su padre. Una tarde una prima lejana de su mamá, quien solía visitar en ocasiones al padre de Bernarda, le dijo con los ojos aguados, mientras tomaba el sereno en el porche de la casa y espantaba la plaga con el humo de su tabaco, que él no era su padre. Desde entonces, cada vez que Bernarda olía tabaco sentía un poco de tristeza. Y a la prima de su mamá nunca más la volvió a ver. 

A pesar de todo esto, Bernarda no era una mujer débil. El oficio que le había tocado le había enfriado la sangre lo suficiente como para no temerle a nada. Tanto así, que los hombres del pueblo, que casi todos habían tenido alguna aventura con ella, no se atrevían a acercársele demasiado. La reputación de su familia la antecedía y la oscuridad de su oficio la enajenaba y Bernarda ya estaba acostumbrada a dormir sola desde hacía ya muchos años. 

Una mañana, cuando distraída contemplaba el paisaje de la sabana, Bernarda estrelló su camioneta contra una mula que escapada deambulaba por la carretera. Bernarda atravesó violentamente el parabrisas de su auto y voló varios metros para caer inconsciente y para siempre sobre los vidrios del ardiente y polvoriento camino que llevaba a su casa. 

Nadie supo de Bernarda hasta varias horas después del accidente cuando un autobús de la capital se encontró con el reguero. La gente del pueblo conmocionada no dejaba de comentar sobre aquella espectacular tragedia y de lamentarse por la muerte de la joven. Durante las averiguaciones correspondientes la policía encontró, detrás de la casa de Bernarda, un viejo refrigerador escondido dentro de un oscuro galpón que los desconcertó más que nada. 

Si bien la policía descifró de inmediato el macabro negocio de Bernarda, mediante las docenas de envases tupperware encontrados, nunca pudieron explicarse qué hacía una joven tan bella, y en aquel pueblo perdido, con una extrañísima y meticulosa colección, que permanecía claramente separada de aquellos tupperware, de solamente corazones intactos. 


por David Cerqueiro R. 

sábado, 10 de marzo de 2012

Conchita

No era la primera vez que Conchita era víctima de un secuestro, pero esta vez, por alguna razón, algo en el ambiente era distinto. Mientras la mantenían sentada en la parte trasera de su camioneta último modelo, con la cabeza entre las piernas, los malandros discutían nerviosos sobre a dónde llevarla, a la vez que escapaban a las afueras de la ciudad.

De los tres secuestradores, uno se sentaba junto a ella apuntándola permanentemente con un revólver y acariciándole el pelo -“No te vayas a poner a inventar, que nosotros lo que queremos es tu plata. Al menos que tú quieras otra cosa mamita.”- Le susurraba el secuestrador con un leve aliento a ron.

Conchita no paraba de llorar y los secuestradores no paraban de insultarla y de amenazarla de muerte. Después de golpearla, forzarla a entregar sus tarjetas bancarias, todas sus pertenencias y averiguar la ubicación del resto de su familia, los secuestradores decidían qué hacer con ella.

“La violamos, nos la quebramos y la tiramos en un monte en Guarenas”- propuso el conductor, quien no dejaba de observar a Conchita por el retrovisor. -“Eso es mucho paquete”- intervino el copiloto, quien parecía ser el líder del grupo. -“Quedamos en que solo veníamos por los reales. A la mami esta la dejamos botada en Mariches, que con esa pinta de muñequita no sale de ahí viva”-. Se reían los tres diabólicamente mientras se adentraban en los enredados caminos verdes que salían de la capital.

Conchita sabía que de aquella situación no saldría ilesa. Los secuestradores cada vez se ponían más violentos y el que estaba junto a ella no paraba de manosearla. -“Tranquila mamita que yo no te dejo solita por ahí”- le susurraba en la oreja cada vez más inquieto.

A Conchita le habían atestado un fuerte golpe en la frente y había sangrado mucho. Comenzaba a sentir un poco de náuseas, pero la intensa adrenalina del momento no le permitía bajar la guardia. Después de todo, Conchita siempre fue una mujer fuerte acostumbrada a tener el control. Había dejado la casa de sus padres a los diecisiete años para independizarse y había sacado sola tres títulos académicos. De las últimas doce relaciones amorosas que había tenido, todas las terminó antes de los cuatro meses por falta de “un no sé qué” como solía decir.

Conchita observaba disimuladamente, en la medida de lo posible, los movimientos de los criminales, el lenguaje que utilizaban, los gestos que hacían, la manera como la miraban. Aunque nada de eso era nuevo para ella, esta vez Conchita sintió verdadero terror.

Repentinamente detuvieron la camioneta en un relleno sanitario. El fétido olor de la basura podrida lo penetraba todo y los polvorientos zamuros, espantados por la camioneta, volvían enseguida al banquete interminable de carroña.

“Déjenme diez minuticos con ella a solas, que yo me encargo de despedirla”- pidió el conductor lascivo, a lo que el líder de la banda replicó -“¡Ya está bueno con la guachafita! La dejamos a ella aquí, con la camioneta sin llaves y nos vamos con el Sapo que debe estar por llegar. Con esta camionetota, y con la cara de malandros que tienen ustedes, nos caemos con los pacos en la primera esquina”- sentenció autoritario.

A los pocos minutos, Conchita los vio a todos montarse en una vieja ranchera color vinotinto e irse del lugar a toda velocidad y finalmente respiró ella un poco de calma. Le dolía mucho el golpe en la cabeza y casi no podía ver de lo hinchados que tenía los ojos de llorar. Al componerse un poco y detener el sangrado de la herida que le dejaron, Conchita repasaba en su mente la pesadilla que acababa de vivir. Daba gracias a Dios por seguir viva y por haber atravesado aquella experiencia relativamente intacta, a pesar de la horrenda situación en la que ahora se encontraba.

Sin embargo, al tratar de moverse de su asiento, Conchita notó algo muy raro de lo cual no se había percatado hasta ese momento: su ropa íntima y el vestido entre sus piernas estaban completamente empapados como hacía mucho tiempo, más del que Conchita hubiese deseado, no le había ocurrido. Ni con el más apasionado de sus amantes.

Una imperceptible sonrisa le iluminó el rostro y Conchita levantó la mirada confundida hacia la carretera de polvo que llevaba a aquel vertedero de basura.

Pero la vieja ranchera ya se encontraba lejos.


por David Cerqueiro R.


Publicado en el diario El Universal el día lunes 19 de marzo de 2012:
http://www.eluniversal.com/opinion/120319/conchita