martes, 18 de junio de 2013

El concierto de los cinco

El diputado Ramírez cumplía sesenta años y era la primera vez que la pastelería de toda la vida no tenía tortas disponibles por falta de ingredientes. Así, en compañía de su mujer y uno de su cuatro hijos, Ramírez sopló resignado las velas de una torta de repuesto.

A la mañana siguiente hubo sesión de diputados en el congreso. Ramírez estaba pautado para presentar un proyecto de reforma de leyes, el cual había sido manoseado y discutido en los últimos nueve meses por los demás diputados de su partido. La reforma no solo representaba un jugoso negocio para todos los que en ella participaban, sino que además esta concedía, a través de una manipulación muy hábil, el control total de la industria principal de la nación a despiadadas empresas extranjeras. 

Algunos de sus compañeros diputados, durante sus reuniones nocturnas, se referían al proyecto como “el gran retiro” porque muchos anhelaban retirarse a una vida de lujos y excesos después de cerrar el magno negocio. A tal punto, que en un burdel de lujo de la ciudad ofrecían, y solo a cierta clientela exclusiva, un exquisito cóctel a base de crema irlandesa que llevaba el mismo nombre del proyecto de reforma.

Esa mañana de sesión Ramírez se encontraba muy callado, aunque vestía un elegantísimo traje nuevo italiano y unas flamantes yuntas de oro, que fueron regalo de su padre cuando Ramírez se graduó de economista de la prestigiosa universidad pública del país. Su padre había sido un simple pescadero quien después de trabajar por más de setenta años, había muerto con Alzheimer. Durante sus últimos días ya ni reconocía a su único hijo. 

Al tomar el podio del congreso nacional, Ramírez lucía muy serio. Con un gesto casi imperceptible, hizo una señal a unos ayudantes tras bastidores quienes repentinamente aparecieron con un enorme piano de cola sobre ruedas, el cual estacionaron con mucho cuidado frente al podio y a la vista de todos. 

Los diputados comenzaban a murmurar entre ellos, la dirigencia del congreso no se atrevía a interrumpir a Ramírez, por ser considerado por todos un honorabilísimo e intachable legislador.

Lentamente, Ramírez se sentó en el piano y tocó un par de teclas suavemente, las cuales silenciaron de súbito a todos los presentes. El congreso se había convertido en una inesperada sala de conciertos.

Después de una firme pausa, Ramírez comenzó a interpretar una melancólica suite de Bach con un virtuosismo asombroso. Nadie conocía estos dotes del diputado Ramírez y nunca nadie escuchó siquiera sobre su posible interés por la música. Y mucho menos a aquel nivel.

Ramírez continuó con aquel recital conmovedor que parecía un espectáculo angelical, mientras se paseaba entre piezas clásicas con un dominio y una gracia extraordinarios. 

Después de un poco más de media hora ininterrumpida, la música se detuvo. El hemiciclo del congreso estalló en un feroz aplauso de pie, los diputados de todos los partidos vitoreaban emocionados y una ola de euforia y nudos de garganta se apoderaba de todos. De pronto, Ramírez se levanto de su asiento y de los bolsillos de su chaqueta sacó unas sucias tijeras de jardinería y las levanto como si fueran una antorcha olímpica. 

La ovación comenzó a desaparecer y las sonrisas de los presentes comenzaron a transformarse en muecas de confusión. Cuando el silencio se había instaurado una vez más en aquel recinto increíble, Ramírez, quien parecía una especie de totem épico, vestido de traje y con aquellas incomprensibles tijeras alzadas en el aire, comenzó a enumerar en voz calmada: 

- Primero: de nada sirven las leyes si estas no garantizan el bienestar común.- Mientras con las tijeras se mutilaba el dedo pulgar de su mano izquierda. 

La gente comenzó a gritar horrorizada mientras Ramírez sangraba descontrolado sobre el piano y la primera fila de los presentes. Los guardias de seguridad del congreso no respondían ante el asombro de lo que sucedía y Ramírez, quien trataba de aguantar el dolor en medio del tumulto, continuó con la voz un poco temblorosa: 

- Segundo, nuestro trabajo no es para nosotros. Somos servidores del país y a él nos debemos.- Y con la misma decisión de antes, se cortó el dedo índice de la misma mano. 

Los congresistas no cabían en su asombro. Algunos llamaban nerviosos por sus teléfonos, se escuchaba el sonido de una ambulancia a lo lejos y Ramírez, tembloroso y pálido, trataba de continuar hasta que su cuerpo desmayado se desplomó en el suelo. 

La hemorragia en su mano era muy avanzada y aquel espectáculo mórbido era, de todos modos, ya demasiado. Sobre Ramírez se abalanzó un grupo de gente para auxiliarlo, los llantos y los gritos de espanto acaparaban todo y la sesión del día del congreso fue pospuesta por razones obvias. 

Meses después de arduas investigaciones sobre el trasfondo del caso de Ramírez, se destaparon oscurísimos casos de corrupción en el congreso. Debido a esto, una ola de esperanza y justicia se esparció entre la opinión pública y ahora el poder legislativo se enfrentaba a un estricto referéndum de reforma, el cual fue exigido por la gente que comenzaba hablar en la calle de un nuevo país. 

Sin embargo, de Ramírez, misteriosamente nunca más se supo. Algunos decían que se había exiliado en el anonimato como profesor de música en una escuela primaria del interior. Fue años después, cuando lo encontraron muerto en el chinchorro de un caserón, que se supo de su paradero. 

Aquella fatídica tarde, consiguieron sobre el cuerpo anciano de Ramírez un viejo periódico comunitario, de esos que nadie lee, que reseñaba un breve artículo sobre su antigua hazaña en el congreso. El artículo, escrito por un tal Dr. Avellaneda, un profesor de ciencias políticas de poca monta, analizaba la situación del país y señalaba a Ramírez como un héroe que había despertado la conciencia de la gente entre otras alabanzas un poco exageradas. 

Pero lo más curioso de todo fue que el artículo de prensa estaba tachado con tinta, y la peculiar nota al pie de página, con la letra temblorosa de Ramírez, que decía: "para un concierto hacen falta cinco".


por David Cerqueiro R.

sábado, 8 de junio de 2013

El parque desquiciado

Hay un parque donde se reúnen los locos, los vagabundos, los drogadictos y los perdidos. Pasan los días ahí, tranquilos, sentados en unas sillas plegables regaladas por el estado que les dan una cínica aura veraniega.

A los locos cada vez se les siente más civilizados, amansados por la generosidad de la ciudad que les cedió una parte del parque como su territorio. La gente del vecindario, acostumbrada a la presencia de estos descarriados, ya ni voltea a verlos. Los han asumido como parte de la ciudad. Los niños ya no les tienen miedo, a pesar de sus sucios atuendos de trapos improvisados, cadenas y sombreros rotos. Tampoco a la policía se le ve ya mucho por el parque. 

La locura se ha ido diluyendo entre la poblada y suave grama, el trinar de los pajaritos y el amplio espacio propio. Las miradas de los locos se notan tranquilas, aunque un poco apagadas, y sus movimientos nerviosos han ido transformándose poco a poco en un relajado y suave caminar.

Hasta que un día caluroso alguien, no se sabe exactamente quién ni por qué, les regaló a los locos un viejo frisbee, y del mismo modo al parque, la gloria de su antiguo desquicio.


por David Cerqueiro R.