Así, después de una gigantesca investigación, y bajo el ojo curioso de todos los países del mundo, consiguieron una salida; una arista suelta que había pasado desapercibida ante los casi perfectos conteos automatizados: Existía una sola persona que no había votado. El único abstinente de las cincuenta y nueve millones de personas que habitaban la república se llamaba Jesús Labrador y había cumplido los dieciocho años, edad mínima para sufragar, hacía apenas unos días.
La sociedad estalló de inmediato con uno de los debates más polémicos en la historia de las sociedades democráticas de la humanidad, se cuestionaba por doquier el rol del voto individual, las bases mismas de la real democracia y se exploraban todo tipo de alternativas ante aquel descabellado escenario.
Jesús observaba tímido aquel pandemonio que se erguía a su alrededor, donde su nombre estaba en boca de todos y de donde amenazas y bendiciones cruzaban el espacio disparadas, para alcanzarlo como flechas anónimas de puntas envenenadas y puntas romas. Manifestaciones callejeras se apoderaban de las esquinas entre saqueos e incendios que reflejaban la inmensa tensión acumulada de la gente, quien desesperada, clamaba por una solución. Esperaba Jesús silente y temeroso mientras la agobiante atención enfocada sobre él, como una lupa que concentra el calor del sol, aumentaba su intensidad.
Pasadas varias semanas, y en vista de tan complejo escenario que demandaba una pronta respuesta, la sociedad mundial decidió otorgarle a aquel inocente individuo, escogido por el destino, la oportunidad de ejercer su derecho al voto. Como ciudadano que era, como miembro de la sociedad a la que pertenecía, era él ahora, y por gracia de unas circunstancias supra especiales, el encargado de decidir el rumbo político del país entero. Sin embargo, hasta ese momento, nadie se había molestado en preguntarle a Jesús qué pensaba de todo aquello.
Los medios cada vez eran más feroces sobre aquel tema, que parecía nunca agotarse. Las campañas presidenciales reactivadas colmaban el espacio en busca del favor de Jesús, quien había perdido ya el derecho a su privacidad y cuya voz casi no se escuchaba ante el ruido imponente de la confusión generalizada. Las masas gritaban su nombre en pancartas, consignas provocadoras y graffitis en las paredes que imperativamente amenazaban: Jesús esperamos por ti.
Llegó finalmente el día de contabilizar aquel voto, que había significado para aquella sociedad el único pivote y que resumía, en el simple gesto tradicional de un meñique entintado, el punto de apoyo de una balanza invisible que sopesaba de cada lado los polos intransigentes de aquel estado enfermo.
Jesús se había dejado arrastrar por la presión de la marea manipuladora de las masas hasta el punto en que se vio así mismo, a la merced de decenas de cámaras y micrófonos frente a la cuadricula de candidatos a la presidencia la cual se dividía en las dos opciones tradicionales: la blanca o la negra. Era el momento más anticipado en la historia de los procesos electorales del mundo y Jesús hizo por fin su movida. Lo que para muchos fue, lo que debía hacer.
Meses después, las paredes de las calles escondían el nombre de Jesús olvidado bajo pancartas nuevas que promocionaban los eventos de la temporada. Las calles murmuraban el trajín usual de sus transeúntes ocupados en sus vidas, y ya casi nadie hablaba sobre aquel personaje que una vez capturó la atención del mundo entero. Los problemas típicos de la ciudad permanecían vivos y los sin sabores de aquella sociedad seguían intactos, aunque impregnados de una rara calma. Para cualquiera que no hubiese estado enterado de la convulsión que Jesús había generado meses antes, aquel país aparentaba ser uno como cualquier otro.
Excepto por la curiosa particularidad de ser el primer estado democrático regido por dos presidentes electos simultáneamente y un mártir religioso quien ofreció su vida con un infarto, justo antes de haberse manchado sus dedos con la indeleble tinta de la política.
por David Cerqueiro R.