domingo, 26 de septiembre de 2010

El abstinente

En el año 2055, en Venezuela, se realizaron unas dramáticas elecciones presidenciales que arrojaron un resultado inesperado: Un empate perfecto. Después de decenas de revisiones las autoridades electorales de entonces, y gracias a la infalible tecnología de la época, concluyeron que, efectivamente, había ocurrido un fenómeno casi imposible de lo improbable que era.

Así, después de una gigantesca investigación, y bajo el ojo curioso de todos los países del mundo, consiguieron una salida; una arista suelta que había pasado desapercibida ante los casi perfectos conteos automatizados: Existía una sola persona que no había votado. El único abstinente de las cincuenta y nueve millones de personas que habitaban la república se llamaba Jesús Labrador y había cumplido los dieciocho años, edad mínima para sufragar, hacía apenas unos días.

La sociedad estalló de inmediato con uno de los debates más polémicos en la historia de las sociedades democráticas de la humanidad, se cuestionaba por doquier el rol del voto individual, las bases mismas de la real democracia y se exploraban todo tipo de alternativas ante aquel descabellado escenario.

Jesús observaba tímido aquel pandemonio que se erguía a su alrededor, donde su nombre estaba en boca de todos y de donde amenazas y bendiciones cruzaban el espacio disparadas, para alcanzarlo como flechas anónimas de puntas envenenadas y puntas romas. Manifestaciones callejeras se apoderaban de las esquinas entre saqueos e incendios que reflejaban la inmensa tensión acumulada de la gente, quien desesperada, clamaba por una solución. Esperaba Jesús silente y temeroso mientras la agobiante atención enfocada sobre él, como una lupa que concentra el calor del sol, aumentaba su intensidad.

Pasadas varias semanas, y en vista de tan complejo escenario que demandaba una pronta respuesta, la sociedad mundial decidió otorgarle a aquel inocente individuo, escogido por el destino, la oportunidad de ejercer su derecho al voto. Como ciudadano que era, como miembro de la sociedad a la que pertenecía, era él ahora, y por gracia de unas circunstancias supra especiales, el encargado de decidir el rumbo político del país entero. Sin embargo, hasta ese momento, nadie se había molestado en preguntarle a Jesús qué pensaba de todo aquello.

Los medios cada vez eran más feroces sobre aquel tema, que parecía nunca agotarse. Las campañas presidenciales reactivadas colmaban el espacio en busca del favor de Jesús, quien había perdido ya el derecho a su privacidad y cuya voz casi no se escuchaba ante el ruido imponente de la confusión generalizada. Las masas gritaban su nombre en pancartas, consignas provocadoras y graffitis en las paredes que imperativamente amenazaban: Jesús esperamos por ti.

Llegó finalmente el día de contabilizar aquel voto, que había significado para aquella sociedad el único pivote y que resumía, en el simple gesto tradicional de un meñique entintado, el punto de apoyo de una balanza invisible que sopesaba de cada lado los polos intransigentes de aquel estado enfermo.

Jesús se había dejado arrastrar por la presión de la marea manipuladora de las masas hasta el punto en que se vio así mismo, a la merced de decenas de cámaras y micrófonos frente a la cuadricula de candidatos a la presidencia la cual se dividía en las dos opciones tradicionales: la blanca o la negra. Era el momento más anticipado en la historia de los procesos electorales del mundo y Jesús hizo por fin su movida. Lo que para muchos fue, lo que debía hacer.

Meses después, las paredes de las calles escondían el nombre de Jesús olvidado bajo pancartas nuevas que promocionaban los eventos de la temporada. Las calles murmuraban el trajín usual de sus transeúntes ocupados en sus vidas, y ya casi nadie hablaba sobre aquel personaje que una vez capturó la atención del mundo entero. Los problemas típicos de la ciudad permanecían vivos y los sin sabores de aquella sociedad seguían intactos, aunque impregnados de una rara calma. Para cualquiera que no hubiese estado enterado de la convulsión que Jesús había generado meses antes, aquel país aparentaba ser uno como cualquier otro.

Excepto por la curiosa particularidad de ser el primer estado democrático regido por dos presidentes electos simultáneamente y un mártir religioso quien ofreció su vida con un infarto, justo antes de haberse manchado sus dedos con la indeleble tinta de la política.


por David Cerqueiro R.

Publicado en el diario El Universal el día 02 de octubre de 2010: http://opinion.eluniversal.com/2010/10/02/opi_art_el-abstinente_02A4549811.shtml

sábado, 18 de septiembre de 2010

El interrogatorio

El detective McLellan nunca tuvo una carrera fácil ya que en la jefatura de policía del caserío Las Tres Matas, ser descendiente de irlandeses era visto con algo de recelo. En esta ocasión, sin embargo, en la salita de interrogación de la jefatura, la cual era un improvisado rincón temporal que conectaba, desde 1981, con el único baño disponible, el trabajo en progreso desde hace más de ocho horas presentaba un reto inusual.

El principal sospechoso de un ambicioso robo, llevado a cabo limpiamente en el almacén de licores del pueblo con unos camiones de basura meses atrás, Jhony “sonrisita” Rosales, estaba sentado frente al comisario McLellan esposado a la silla, con la cara hinchada de tantas preguntas y esbozando aún su famosa sonrisita. La cual no ayudaba a la hinchazón.

McLellan necesitaba la confesión por escrito de Sonrisita, pues sabía que cerrar este caso significaría para él el ascenso que tanto esperaba desde hace años. La ambición de McLellan lo había llevado años atrás a atender un cursillo de seguridad pública de cinco días en la policía del norte de Irlanda, al cual logró asistir gracias a su condición de descendiente de irlandeses, a un “financiamiento" de la alcaldía y a su gran arrojo, pues McLellan no hablaba inglés. El irlandés era su tatarabuelo que nadie nunca conoció. Sin embargo el bonito certificado de participación del cual solo se entendía el nombre de McLellan en tinta, colgaba enmarcado orgulloso en un rincón de la jefatura al lado de los bebederos.

Ya eran las tres de la tarde y McLellan por primera vez había dejado pasar la hora del almuerzo. El expediente de sonrisita incluía toda la información necesaria para la investigación, pero omitía un detalle importante, algo que determinaría el éxito o el total fracaso del interrogatorio de McLellan y la razón por la cual aquella sesión de interrogación se había convertido en una pesadilla: Sonrisita era tartamudo.

Increíblemente la intermitente coartada de Sonrisita encajaba perfectamente con la investigación. No había manera de incriminarlo. Mientras tanto el asfixiante calor, casi auto adhesivo, arropaba cada vez más la incómoda salita de interrogatorios. Los gigantescos zancudos, que parecían jeringas invisibles, punzaban hasta las paredes. En un rincón de la salita reposaba desde tempranas horas de la mañana, sobre una mesita de plástico, una jarra de jugo de tamarindo hirviente, con una capa de zancudos muertos que cubrían la superficie del agua ya separada del tamarindo. El cenicero desbordaba de colillas angustiosas y los antiguos ventiladores del techo parecían a veces detenerse y lentamente girar en sentido contrario. Y la cara hinchada y ya ensangrentada de Sonrisita Rosales seguía sonriendo.

McLellan lo había probado todo. Había sido el interrogatorio más difícil de su vida y se había convertido ya en el más importante. Después de tantas horas, solo había podido sacarle al macabro tartamudo unas pocas lineas completas que en realidad no esclarecían nada. Supo entonces que había llegado la hora de decidir el futuro de su carrera. Era el momento de saber en realidad cuánto deseaba resolver aquel caso imposible.

McLellan palpó el bolsillo de su camisa para darse cuenta de que no le quedaban cigarros, levantó la mirada y observó por varios segundos el rincón de los bebederos y arrugando el escueto empaque de aluminio de los cigarros terminados, miró a sonrisita fijamente a los ojos y con una voluntad arraigada en algo que solo podía ser de carácter divino, y con la voz más calmada que sonrisita había escuchado en su vida, le dijo: Comencemos desde el principio.

Fue entonces la primera vez que Sonrisita Rosales estuvo serio.


por David Cerqueiro R.

Publicado en el diario El Universal el 25 de septiembre de 2010: http://caracas.eluniversal.com/2010/09/25/opi_art_el-interrogatorio_25A4503141.shtml

jueves, 9 de septiembre de 2010

Héroes

Lo más intimidante de Ramón era que hacía rato que había cumplido los 12 años y parecía no importarle. Podía entrar al cine a ver películas censura “B” cuando quisiera, pues era su derecho como persona que ya había alcanzado la edad requerida. Es decir, pertenecía a la glamorosa élite de los adultos a la cual yo ni soñaba siquiera acercarme.

Ramón era capaz de englobar en una sola frase todo lo que estaba prohibido por los íconos más sagrados de la autoridad de mi familia, como mi abuela y mi papá. A veces yo fantaseaba con organizar un debate entre mis familiares y el bárbaro de Ramón, a ver quién tenía la razón al final, porque de cualquier manera implicaba esto presenciar la caída de un coloso.

Durante los juegos de futbolito en el patio del edificio, Ramón, que esperaba su turno para jugar desde la banca improvisada, se dedicaba a atormentar niños pequeños con frases como “tráeme a tu papá para reventarlo a golpes”, las cuales bastaban para que más de un niño recogiera sus cosas y se escondiera amedrentado y confundido en su habitación. Ramón era un artista del abuso, un mago de la provocación, era el más temido y el más respetado de todo lo que yo conocía. En aquel entonces, solo bastaba pronunciar una palabra para que todo mundo entendiera el lugar que le correspondía y el orden natural de las cosas: Ramón. Era el héroe de todos.

Una vez vimos como se entró a golpes con un mecánico del pueblo, un tipo que tenía como 17 años y había abandonado la escuela; que podía fumarse un cigarro entero sin quitárselo de la boca y siempre cargaba un viejo suéter sin mangas lleno de grasa. Pues a ese idiota, Ramón casi lo mata. Nunca olvidaré la vez que lo vi en la panadería comiendo solo, cabizbajo y con un suéter nuevo.

Veinte años después, todos los de aquella época habían hecho su camino y se habían alejado del patio del edificio. Muchos estudiaron, se casaron y tienen familia. Otros se hicieron famosos por alguna razón y otros, de tan lejos que estaban probando fortuna, no se sabía nada. De Ramón escuché, que lo habían matado porqué trató de robar una casa de cambio, con otros dos tipos que trabajaban con él en un matadero de reses en el interior del país; que dejó dos hijas de madres diferentes y que últimamente andaba muy nostálgico hablando de nosotros, los que lo conocimos de niño.

Desde entonces, dejé de creer en héroes.


por David Cerqueiro R.

Publicado en el diario El Universal el día 13 de septiembre de 2010: http://opinion.eluniversal.com/2010/09/13/opi_art_heroes_13A4451891.shtml