Lo más fascinante de Bernarda no era su voluptuoso cuerpo pecoso, famoso en todo el pueblo por sus andanzas juveniles, ni el irresistible tono ronco de su voz de niña caprichosa, sino la manera como resolvía despreocupada su ondulada cabellera castaña con una veloz cola de caballo, mientras guardaba las partes de sus víctimas en envases tupperware y bromeaba pícara sobre la fecha de vencimiento.
La venta ilegal de órganos humanos había sido el sustento de Bernarda desde que ella podía recordar. La imagen de su padre trabajando con los dientes marrones de mascar chimó, vistiendo un raído delantal de cocina con unos guantes de limpiar baños y cantando tangos a todo pulmón, era para Bernarda un cuadro familiar. Y como en aquel pueblo olvidado no existía otra cosa más que la soledad, el tiempo y la licorería, a Bernarda se le hacía natural y a veces inevitable, asumir el negocio que había heredado.
Bernarda había perdido la virginidad a los trece años, en la parte de atrás del bar del pueblo con Ramiro, el hijo del dueño, quien tenía entonces veinte años y trabajaba como chofer del camión de su papá. A Bernarda nunca le gustó Ramiro, pero aquella tarde que venían de pasear por el río y Ramiro le había ayudado a matar una culebra, a Bernarda le provocó “salir de eso” y así lo hizo sobre unas gaveras de refresco.
El padre de Bernarda había muerto en aquel mismo bar de un aneurisma en el cerebro, durante una acalorada discusión con un viejo compadre, después de haberse tomado dieciséis vasos de aguardiente y haber escuchado un insinuante chisme sobre su difunta mujer. En aquel entonces el enfermero del pueblo, quien era apenas un estudiante, no supo reconocer el accidente cerebro vascular del padre de Bernarda, por lo que la autopsia que emitió determinó que el señor había muerto oficialmente “de arrechera”.
Pero Bernarda nunca fue muy cercana a su padre. Una tarde una prima lejana de su mamá, quien solía visitar en ocasiones al padre de Bernarda, le dijo con los ojos aguados, mientras tomaba el sereno en el porche de la casa y espantaba la plaga con el humo de su tabaco, que él no era su padre. Desde entonces, cada vez que Bernarda olía tabaco sentía un poco de tristeza. Y a la prima de su mamá nunca más la volvió a ver.
A pesar de todo esto, Bernarda no era una mujer débil. El oficio que le había tocado le había enfriado la sangre lo suficiente como para no temerle a nada. Tanto así, que los hombres del pueblo, que casi todos habían tenido alguna aventura con ella, no se atrevían a acercársele demasiado. La reputación de su familia la antecedía y la oscuridad de su oficio la enajenaba y Bernarda ya estaba acostumbrada a dormir sola desde hacía ya muchos años.
Una mañana, cuando distraída contemplaba el paisaje de la sabana, Bernarda estrelló su camioneta contra una mula que escapada deambulaba por la carretera. Bernarda atravesó violentamente el parabrisas de su auto y voló varios metros para caer inconsciente y para siempre sobre los vidrios del ardiente y polvoriento camino que llevaba a su casa.
Nadie supo de Bernarda hasta varias horas después del accidente cuando un autobús de la capital se encontró con el reguero. La gente del pueblo conmocionada no dejaba de comentar sobre aquella espectacular tragedia y de lamentarse por la muerte de la joven. Durante las averiguaciones correspondientes la policía encontró, detrás de la casa de Bernarda, un viejo refrigerador escondido dentro de un oscuro galpón que los desconcertó más que nada.
Si bien la policía descifró de inmediato el macabro negocio de Bernarda, mediante las docenas de envases tupperware encontrados, nunca pudieron explicarse qué hacía una joven tan bella, y en aquel pueblo perdido, con una extrañísima y meticulosa colección, que permanecía claramente separada de aquellos tupperware, de solamente corazones intactos.
por David Cerqueiro R.
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BorrarMe gustan tus textos porque siempre me dan ganas de leer otro. Besos!
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