En una montaña de roca y nieve, recorría el borde de una peligrosa y estrecha travesía que daba a un abismo de niebla. El trayecto era forzoso, ladeado y parecía durar para siempre. No tenía ningún tipo de herramienta y muchas veces no sabía ni de qué agarrarme. Cada paso que daba era planificado con sumo cuidado y pensaba que en cualquier momento caería para siempre. A veces, incluso, no había camino que pisar y con el borde del pie hacía ángulo contra la pared de la montaña a modo de peldaño, y con los dedos congelados me aferraba a cualquier relieve de la roca. Y así continuábamos.
A veces escuchaba la voz de un guía que iba más adelante y que gritaba instrucciones incomprensibles. Otras veces, sin saber por qué, me encontraba solo. Sorprendentemente, a pesar del miedo y la confusión, seguí adelante.
De pronto, después de no sé cuánto tiempo, caímos en agua. Una especie de charco hondo que me daba por las rodillas. Tratando de arrastrar los pies sobre el fondo espeso, levanté la mirada y vi que me encontraba en una playa. El día era soleado, la arena blanca. Habíamos llegado a una especie de gruta que se escondía bajo la sombra. El fin de la montaña.
Incrédulo me volteé y vi a lo lejos la imponente cordillera que perfectamente conectaba con esta costa maravillosa que ahora nos recibía. El aire frío comenzaba a mezclarse con el salitre cálido del mar. La gente brillaba despreocupada y sonriente me invitaba a tomar un lugar en lo que parecían interminables kilómetros de amable orilla.
Me costó mucho creerlo, pero finalmente entendí que había superado aquella travesía infernal. Aunque nunca supe por qué, siquiera, un día decidí emprenderla.
por David Cerqueiro R.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario