Ayer en la tarde, mientras mataba el tiempo en la Internet, entró por la puerta de mi cuarto Simón Bolívar. Aunque me costó creerlo al comienzo, era él sin duda. Resucitado de algún modo y trasladado a este tiempo. En mi cuarto. Mientras yo no hacía nada.
No supe qué decir y supongo que se me habrá notado en la cara porque enseguida me preguntó con voz solemne y autoritaria -¿Qué haces? - Y yo solo pude responder tontamente – Pues no mucho, en el Facebook -.
Me miró confundido pero mantuvo su postura. Y aunque no llegó a responder, con un gesto me pidió que me explicara mejor. Yo no supe por dónde comenzar, pues cómo se le explica a Simón Bolívar qué es el Facebook, o la Internet, o una computadora, o un monitor, o la electricidad...en fin. Así que dentro de mi estado de asombro balbuceé torpemente – Es una página en Internet donde uno se comunica con sus amigos y familiares. Aunque bueno, no todos son amigos -.
Miró las paredes de mi cuarto y alguna ropa que tenía tirada en el sofá cómo tratando de entenderlo todo. Se notaba que tampoco él sabía cómo había llegado aquí. Yo podía ver cómo, sin embargo, siempre se mantenía calmo y racional ante el absurdo mundo que lo rodeaba. Luego, justo cuando traté de levantarme de la silla, volteó y me preguntó tajante: - ¿Y qué comunicas a tus amigos? ¿Y por qué no lo haces en persona?-.
Le expliqué brevemente que ellos vivían en otros países, incluyendo Venezuela, y que por medio de la Internet podíamos mantenernos en contacto a pesar de la distancia. - ¿ Y por qué estás tan lejos tú? ¿Eres acaso prisionero de los españoles? - continúo curioso.
Era obvio que Bolívar aún estaba totalmente desorientado y no entendía bien el salto en el tiempo que había dado. Cuando logré por fin levantarme, con mucho tacto le expliqué: - Estamos en el año 2012 y la monarquía española solo existe como un símbolo en España, que por cierto hoy en día está bien jodida-.
A Bolívar le cambió el rostro y murmuró para si mismo pensativo: -¿A qué misterio me ha traído la providencia?-. Le ofrecí café y hablamos por un largo rato. Me preguntó sobre Colombia, Venezuela, Ecuador, sobre Europa, los Estados Unidos. Me preguntó sobre Caracas con un entusiasmo casi de niño. Me preguntó si yo era blanco de orilla o noble y si alguna vez había oído hablar de su adorada Manuelita. Luego me contó un montón de historias de batallas y de cómo los Europeos perdían siempre porque subestimaban a los del nuevo mundo. Cuando contaba sus anécdotas, parecía trasladarse nuevamente en el tiempo.
Miraba por la ventana, con mucho asombro, los carros que pasaban. Aunque nunca me preguntó sobre ellos. Después de un rato conversando me dijo que tenía que irse. No supo explicarse bien pero eso fue lo que me dijo. Yo traté de formular algún tipo de despedida ante semejante reunión imposible, pero no sabía muy bien qué decir. Y Simón, que se dió cuenta, me dijo: -No entiendo aún cómo he llegado aquí, pero por lo que veo eres otro caraqueño más tratando de encontrarse. Pero no te preocupes, después de todo ese es el papel de un caraqueño-.
Me deseó suerte y al salir por la puerta remató en tono de broma: - Para la próxima traigo yo el café, carajito -.
Aunque más nunca lo volví a ver.
por David Cerqueiro R.
domingo, 18 de noviembre de 2012
martes, 31 de julio de 2012
Latinoamérica cero
Para entender a Latinoamérica hay que tener el valor de olvidarse de uno mismo.
Sus brillantes cerebros se pierden en la hormigueante multitud de sus ciudades, mientras resignados conversan sin camisa las verdades más difíciles. Así el agua negra de las cloacas les llegue a los tobillos, o al cruzar la esquina los roben violentamente.
En Latinoamérica nada funciona como se supone que deba. Y ese es su gran secreto.
Nadie parece comprenderla y todos la subestiman por su raída apariencia, por sus hondas contradicciones y por su retraso tecnológico. Así su franca nobleza insista en aparecerse de golpe en medio del caos, o a pesar de su incesante esperanza romántica en lo intangible trascendente, en medio del tráfico maldito, la pobreza y la gula del consumismo.
En Latinoamérica nada parece importar, porque todo ocurre en el instante. Lo que vendrá y lo que ya fue es irrelevante para el pululante mestizaje alebrestado y agradecido de vivir el momento. El único tiempo que verdaderamente consta.
Latinoamérica es incómoda, inconveniente, tosca, resuelta apenas. Su breve pero vertiginosa historia así la obligó. Y es de ella que brota su carácter atravesado y seductor, y sobre ella que se apoya su raro espíritu. Salir a la calle sin conocer su historia, es como amar a una de sus mujeres sin quitarle la ropa.
Es en Latinoamérica donde aprendí a vivir y donde el afincado roce de las circunstancias me moldeó la perspectiva de las cosas de manera irreversible. Es allá, y solo cuando tengo el ánimo dispuesto al arrojo, donde puedo demoler toda creencia, toda conclusión y toda teoría. Solo allá, y en ninguna otra parte más, es donde puedo decirme adiós a mí mismo para pertenecer a algo mayor y, con algo de suerte, igualar a cero.
por David Cerqueiro R.
miércoles, 18 de julio de 2012
La gran fiesta
Cuando recibas la invitación a la gran fiesta, y no importa qué ocurra, asiste.
Con tu mejor traje y la mayor elegancia posible, asiste al evento donde todos te conocen pero tú no reconocerás a nadie. Donde hablarán mal de ti apenas te voltees confiado, después de haberte presentado cordialmente. Donde las miradas invasivas, las sonrisas diabólicas y la constante ironía te envolverán confuso.
Donde te harán sentir como un pobre mendigo de sobras, así tengas tu invitación en la mano, y donde harán lo posible por verte tropezar frente a todos, humillándote torpe ante su cínico desdén.
Asiste. No importa qué ocurra.
Y asegúrate de conocerlos a todos cara a cara, de estrechar sus manos con firmeza, de degustar quesos y vinos con ellos y de caer en todas su burlas y trampas.
Cuando la música más ridícula suene, baila con todas tus ganas en el centro de todos y festeja con toda libertad. Festeja, ríe, bebe, baila y consúmete en el hedonismo de la noche.
Porque es allí donde te pondrán a prueba y en dónde a cada demonio le toca ser expulsado para siempre. Cuando lo hagas, y el ruido y la confusión acaben de súbito, te darás cuenta finalmente que aquella fiesta fastuosa siempre había sido tuya.
Con tu mejor traje y la mayor elegancia posible, asiste al evento donde todos te conocen pero tú no reconocerás a nadie. Donde hablarán mal de ti apenas te voltees confiado, después de haberte presentado cordialmente. Donde las miradas invasivas, las sonrisas diabólicas y la constante ironía te envolverán confuso.
Donde te harán sentir como un pobre mendigo de sobras, así tengas tu invitación en la mano, y donde harán lo posible por verte tropezar frente a todos, humillándote torpe ante su cínico desdén.
Asiste. No importa qué ocurra.
Y asegúrate de conocerlos a todos cara a cara, de estrechar sus manos con firmeza, de degustar quesos y vinos con ellos y de caer en todas su burlas y trampas.
Cuando la música más ridícula suene, baila con todas tus ganas en el centro de todos y festeja con toda libertad. Festeja, ríe, bebe, baila y consúmete en el hedonismo de la noche.
Porque es allí donde te pondrán a prueba y en dónde a cada demonio le toca ser expulsado para siempre. Cuando lo hagas, y el ruido y la confusión acaben de súbito, te darás cuenta finalmente que aquella fiesta fastuosa siempre había sido tuya.
por David Cerqueiro R.
lunes, 14 de mayo de 2012
La ceniza sobre el níspero
Aunque el reporte de la policía indicaba que la tragedia se debió a un accidente con una bombona de gas, todo el pueblo sabía que Candelario Carbonel se había prendido en fuego, como por arte de magia, después de rezar un rosario completo de solamente padres nuestros.
Algunos incluso aseguran que lo de Candelario fue una manifestación de su propia santidad. Pero los que reniegan de esta versión, dicen que nada que sea santo echa tanto humo y llamarada. Más bien, estos le atribuían al calcinado Candelario un oscuro arreglo con el demonio mismo.
El majestuoso incendio de aquella noche era recordado en el pueblo como un gran misterio, que crecía cada vez más en los cuentos de los viejos en las noches de velas y sereno. Misterio por el cual a Candelario Carbonel, a pesar de las advertencias histéricas del párroco, ya algunos hasta le rezaban.
Sin embargo, lo que sí se sabía cierto era que Candelario hacía tiempo que algo extraño le ocurría. Desde sus compañeros de sacristía, sus alumnos de la escuela de pintura, los mendigos de la licorería, hasta su propia madre concuerdan en que algo muy raro le pasaba al honorable Candelario. Algo que no era natural.
No fue sino hasta cincuenta años después que Clarita, ya senil y burlada por la memoria, se confesó casual sobre su lujosa mecedora y contó con mucho detalle cómo Candelario Carbonel había sido su amante secreto.
Bajo el único árbol de níspero de aquel pueblo, que siempre daba nísperos dulces y nunca ácidos, Candelario había confesado su amor a la hermosa Clarita a quien conocía desde siempre. Y a pesar de que ya todo estaba listo para la boda de ella con el gran coronel Voleur, un distinguido oficial francés que estaba de paso por el país, Clarita le entregó a Candelario, en un nervioso puño cerrado, las pantys que ese día vestía.
Candelario, que era muy respetado por todos por su intachable moral, su muy decente abolengo familiar y su ejemplar labor social con la iglesia, no supo sino esconder su tórrida aventura con Clarita, la cual lo condujo la calurosa noche anterior al tan anunciado casamiento, a perder la conciencia borracho con un botellón de aguardiente, unas pantys en la mano y un imprudente tabaco encendido entre los labios.
Por David Cerqueiro
jueves, 5 de abril de 2012
Lo que pasa
Coincidencias que no llevan a nada, son como baúles vacíos de tesoros tropezados.
Como las caricias que me das apurada. Como balas de salva que asesinan.
Cuando algo pasa al mismo tiempo que otra cosa, y nada pasa, es cuando a pesar de estar, en realidad te has ido.
Cuando algo pasa al mismo tiempo que otra cosa, y nada pasa, es cuando a pesar de estar, en realidad te has ido.
Cuando la brisa tantea y el sol falta, mientras terca te bronceas en la azotea nublada.
Cada vez que nada pasa pienso en tus caderas adornadas, en tu cremosa palidez, en tus indomables ganas de cantar.
Cada vez que nada pasa pienso en tus caderas adornadas, en tu cremosa palidez, en tus indomables ganas de cantar.
Porque entonces nada coincidía y todo era un caos acogedor y perfecto.
Que un día dejé pasar.
Que un día dejé pasar.
por David Cerqueiro R.
sábado, 17 de marzo de 2012
Bernarda de mi corazón
Lo más fascinante de Bernarda no era su voluptuoso cuerpo pecoso, famoso en todo el pueblo por sus andanzas juveniles, ni el irresistible tono ronco de su voz de niña caprichosa, sino la manera como resolvía despreocupada su ondulada cabellera castaña con una veloz cola de caballo, mientras guardaba las partes de sus víctimas en envases tupperware y bromeaba pícara sobre la fecha de vencimiento.
La venta ilegal de órganos humanos había sido el sustento de Bernarda desde que ella podía recordar. La imagen de su padre trabajando con los dientes marrones de mascar chimó, vistiendo un raído delantal de cocina con unos guantes de limpiar baños y cantando tangos a todo pulmón, era para Bernarda un cuadro familiar. Y como en aquel pueblo olvidado no existía otra cosa más que la soledad, el tiempo y la licorería, a Bernarda se le hacía natural y a veces inevitable, asumir el negocio que había heredado.
Bernarda había perdido la virginidad a los trece años, en la parte de atrás del bar del pueblo con Ramiro, el hijo del dueño, quien tenía entonces veinte años y trabajaba como chofer del camión de su papá. A Bernarda nunca le gustó Ramiro, pero aquella tarde que venían de pasear por el río y Ramiro le había ayudado a matar una culebra, a Bernarda le provocó “salir de eso” y así lo hizo sobre unas gaveras de refresco.
El padre de Bernarda había muerto en aquel mismo bar de un aneurisma en el cerebro, durante una acalorada discusión con un viejo compadre, después de haberse tomado dieciséis vasos de aguardiente y haber escuchado un insinuante chisme sobre su difunta mujer. En aquel entonces el enfermero del pueblo, quien era apenas un estudiante, no supo reconocer el accidente cerebro vascular del padre de Bernarda, por lo que la autopsia que emitió determinó que el señor había muerto oficialmente “de arrechera”.
Pero Bernarda nunca fue muy cercana a su padre. Una tarde una prima lejana de su mamá, quien solía visitar en ocasiones al padre de Bernarda, le dijo con los ojos aguados, mientras tomaba el sereno en el porche de la casa y espantaba la plaga con el humo de su tabaco, que él no era su padre. Desde entonces, cada vez que Bernarda olía tabaco sentía un poco de tristeza. Y a la prima de su mamá nunca más la volvió a ver.
A pesar de todo esto, Bernarda no era una mujer débil. El oficio que le había tocado le había enfriado la sangre lo suficiente como para no temerle a nada. Tanto así, que los hombres del pueblo, que casi todos habían tenido alguna aventura con ella, no se atrevían a acercársele demasiado. La reputación de su familia la antecedía y la oscuridad de su oficio la enajenaba y Bernarda ya estaba acostumbrada a dormir sola desde hacía ya muchos años.
Una mañana, cuando distraída contemplaba el paisaje de la sabana, Bernarda estrelló su camioneta contra una mula que escapada deambulaba por la carretera. Bernarda atravesó violentamente el parabrisas de su auto y voló varios metros para caer inconsciente y para siempre sobre los vidrios del ardiente y polvoriento camino que llevaba a su casa.
Nadie supo de Bernarda hasta varias horas después del accidente cuando un autobús de la capital se encontró con el reguero. La gente del pueblo conmocionada no dejaba de comentar sobre aquella espectacular tragedia y de lamentarse por la muerte de la joven. Durante las averiguaciones correspondientes la policía encontró, detrás de la casa de Bernarda, un viejo refrigerador escondido dentro de un oscuro galpón que los desconcertó más que nada.
Si bien la policía descifró de inmediato el macabro negocio de Bernarda, mediante las docenas de envases tupperware encontrados, nunca pudieron explicarse qué hacía una joven tan bella, y en aquel pueblo perdido, con una extrañísima y meticulosa colección, que permanecía claramente separada de aquellos tupperware, de solamente corazones intactos.
por David Cerqueiro R.
sábado, 10 de marzo de 2012
Conchita
No era la primera vez que Conchita era víctima de un secuestro, pero esta vez, por alguna razón, algo en el ambiente era distinto. Mientras la mantenían sentada en la parte trasera de su camioneta último modelo, con la cabeza entre las piernas, los malandros discutían nerviosos sobre a dónde llevarla, a la vez que escapaban a las afueras de la ciudad.
De los tres secuestradores, uno se sentaba junto a ella apuntándola permanentemente con un revólver y acariciándole el pelo -“No te vayas a poner a inventar, que nosotros lo que queremos es tu plata. Al menos que tú quieras otra cosa mamita.”- Le susurraba el secuestrador con un leve aliento a ron.
Conchita no paraba de llorar y los secuestradores no paraban de insultarla y de amenazarla de muerte. Después de golpearla, forzarla a entregar sus tarjetas bancarias, todas sus pertenencias y averiguar la ubicación del resto de su familia, los secuestradores decidían qué hacer con ella.
“La violamos, nos la quebramos y la tiramos en un monte en Guarenas”- propuso el conductor, quien no dejaba de observar a Conchita por el retrovisor. -“Eso es mucho paquete”- intervino el copiloto, quien parecía ser el líder del grupo. -“Quedamos en que solo veníamos por los reales. A la mami esta la dejamos botada en Mariches, que con esa pinta de muñequita no sale de ahí viva”-. Se reían los tres diabólicamente mientras se adentraban en los enredados caminos verdes que salían de la capital.
Conchita sabía que de aquella situación no saldría ilesa. Los secuestradores cada vez se ponían más violentos y el que estaba junto a ella no paraba de manosearla. -“Tranquila mamita que yo no te dejo solita por ahí”- le susurraba en la oreja cada vez más inquieto.
A Conchita le habían atestado un fuerte golpe en la frente y había sangrado mucho. Comenzaba a sentir un poco de náuseas, pero la intensa adrenalina del momento no le permitía bajar la guardia. Después de todo, Conchita siempre fue una mujer fuerte acostumbrada a tener el control. Había dejado la casa de sus padres a los diecisiete años para independizarse y había sacado sola tres títulos académicos. De las últimas doce relaciones amorosas que había tenido, todas las terminó antes de los cuatro meses por falta de “un no sé qué” como solía decir.
Conchita observaba disimuladamente, en la medida de lo posible, los movimientos de los criminales, el lenguaje que utilizaban, los gestos que hacían, la manera como la miraban. Aunque nada de eso era nuevo para ella, esta vez Conchita sintió verdadero terror.
Repentinamente detuvieron la camioneta en un relleno sanitario. El fétido olor de la basura podrida lo penetraba todo y los polvorientos zamuros, espantados por la camioneta, volvían enseguida al banquete interminable de carroña.
“Déjenme diez minuticos con ella a solas, que yo me encargo de despedirla”- pidió el conductor lascivo, a lo que el líder de la banda replicó -“¡Ya está bueno con la guachafita! La dejamos a ella aquí, con la camioneta sin llaves y nos vamos con el Sapo que debe estar por llegar. Con esta camionetota, y con la cara de malandros que tienen ustedes, nos caemos con los pacos en la primera esquina”- sentenció autoritario.
A los pocos minutos, Conchita los vio a todos montarse en una vieja ranchera color vinotinto e irse del lugar a toda velocidad y finalmente respiró ella un poco de calma. Le dolía mucho el golpe en la cabeza y casi no podía ver de lo hinchados que tenía los ojos de llorar. Al componerse un poco y detener el sangrado de la herida que le dejaron, Conchita repasaba en su mente la pesadilla que acababa de vivir. Daba gracias a Dios por seguir viva y por haber atravesado aquella experiencia relativamente intacta, a pesar de la horrenda situación en la que ahora se encontraba.
Sin embargo, al tratar de moverse de su asiento, Conchita notó algo muy raro de lo cual no se había percatado hasta ese momento: su ropa íntima y el vestido entre sus piernas estaban completamente empapados como hacía mucho tiempo, más del que Conchita hubiese deseado, no le había ocurrido. Ni con el más apasionado de sus amantes.
Una imperceptible sonrisa le iluminó el rostro y Conchita levantó la mirada confundida hacia la carretera de polvo que llevaba a aquel vertedero de basura.
Pero la vieja ranchera ya se encontraba lejos.
por David Cerqueiro R.
Publicado en el diario El Universal el día lunes 19 de marzo de 2012:
http://www.eluniversal.com/opinion/120319/conchita
Publicado en el diario El Universal el día lunes 19 de marzo de 2012:
http://www.eluniversal.com/opinion/120319/conchita
martes, 28 de febrero de 2012
La madrugada de Humberto
A Humberto José le gustan las mujeres brinconas, el ron barato y las peleas sin sangre. Por unos principios en contra del sistema muy arraigados, nunca trabajó en su vida y de sus problemas siempre culpó a su tía abuela quien lo crió soltera.
Una vez, cuando se devolvía a buscar su cédula olvidada en un centro hípico de Plaza Venezuela, encontró a su compadre sin un zapato, muerto sobre una mesa de pool, con cuatro tiros en el tórax y con una cuenta pendiente por tres servicios de Whisky. Eran apenas las once de la mañana.
Lo positivo de Humberto José es que nunca perdió esa chispa infantil que lo hacía popular entre las mujeres. Se reía de los chistes con ganas y siempre daba crédito a quien se los había contado. Como amigo era relativamente fiel, siempre prestaba dinero y escuchaba incansable las borracheras lloronas de sus amigotes, pero su fidelidad solo duraba hasta que se atravesaba, entre él y su compadre de turno, una falda nueva.
Humberto José nunca votó en las elecciones porque “todos los partidos son la misma vaina” decía. Y nunca terminó el bachillerato porque “soy muy flojo pa’ estudiar” explicaba. “Lo mío es trabajar” remendaba siempre defensivo, aunque jamás nadie le conoció un empleo.
Su ética sobre el ecosistema, el mal vocabulario frente a los niños y el maltrato animal era intachable. Por esto algunos le decían El Monaguillo; “porque se las da de buen tipo” contaba un valet parking de un famoso puticlub del centro.
Humberto José ya se acercaba a los cuarenta años y su tía madre le recordaba incansable, todos los días, que enrumbara su vida. “¿Puedes creer que hoy mi vieja me vino a levantar a las diez de la mañana?” conversaba indignado con un amigo sobre una barra con pepitonas, mientras estiraba la cuenta fiada que aún le quedaba en ese bar. “Esto es el colmo ya” sentenciaba obstinado.
Humberto José era, pues, un espíritu libre.
Una madrugada, tempranito, Humberto José estaba recolectando dinero entre los que quedaban de sus amigos a esa hora, para comprar Whisky donde una viejita que a cualquier hora vendía clandestina cerca de aquel bar, siempre y cuando le regalaran, sin falta, un poco de marihuanita.
Repentinamente el cuidador del bar, un señor mayor de color negro oscuro con unas patillas que conectaban con un canoso bigote colorado de nicotina, y quien siempre mantenía bajo su silla de plástico una cabilla envuelta en mecate, les ordenó a todos que hicieran silencio mientras le subía el volumen a su radio AM.
¡Noticias de último minuto! Un grupo de militares se había alzado contra el gobierno de turno y habían intentado un golpe de estado. El palacio de gobierno se encontraba rodeado de tanquetas militares y nadie sabía bien cuál era el status de la situación. Las garantías se habían suspendido y nadie podía salir a la calle hasta nuevo aviso.
Humberto José escuchaba atento a sus amigos quienes especulaban sobre la inestabilidad del actual gobierno, sobre los antecedentes de aquellos militares y sobre quiénes eran los responsables de todo aquello. La atmósfera del bar se impregnó de charla política con un poco de miedo mientras se escuchaban sirenas de policía que pasaban por la avenida y disparos aislados a lo lejos.
La madrugada había cambiado su tono y la incertidumbre, como un bolero inédito, ganaba terreno poco a poco. Un compadre de toda la vida se le acercó a Humberto José y le preguntó qué harían ahora. Humberto José lo pensó por varios segundos, se ajustó el pisa corbata que le regalara su verdadera mamá de primera comunión y respondió:
“Traigan el monte pa’ la vieja, que yo de política no sé nada”.
Y salieron todos por la puerta.
por David Cerqueiro R.
Publicado en el diario El Universal el 5 de marzo de 2012: http://www.eluniversal.com/opinion/120305/la-madrugada-de-humberto
Una vez, cuando se devolvía a buscar su cédula olvidada en un centro hípico de Plaza Venezuela, encontró a su compadre sin un zapato, muerto sobre una mesa de pool, con cuatro tiros en el tórax y con una cuenta pendiente por tres servicios de Whisky. Eran apenas las once de la mañana.
Lo positivo de Humberto José es que nunca perdió esa chispa infantil que lo hacía popular entre las mujeres. Se reía de los chistes con ganas y siempre daba crédito a quien se los había contado. Como amigo era relativamente fiel, siempre prestaba dinero y escuchaba incansable las borracheras lloronas de sus amigotes, pero su fidelidad solo duraba hasta que se atravesaba, entre él y su compadre de turno, una falda nueva.
Humberto José nunca votó en las elecciones porque “todos los partidos son la misma vaina” decía. Y nunca terminó el bachillerato porque “soy muy flojo pa’ estudiar” explicaba. “Lo mío es trabajar” remendaba siempre defensivo, aunque jamás nadie le conoció un empleo.
Su ética sobre el ecosistema, el mal vocabulario frente a los niños y el maltrato animal era intachable. Por esto algunos le decían El Monaguillo; “porque se las da de buen tipo” contaba un valet parking de un famoso puticlub del centro.
Humberto José ya se acercaba a los cuarenta años y su tía madre le recordaba incansable, todos los días, que enrumbara su vida. “¿Puedes creer que hoy mi vieja me vino a levantar a las diez de la mañana?” conversaba indignado con un amigo sobre una barra con pepitonas, mientras estiraba la cuenta fiada que aún le quedaba en ese bar. “Esto es el colmo ya” sentenciaba obstinado.
Humberto José era, pues, un espíritu libre.
Una madrugada, tempranito, Humberto José estaba recolectando dinero entre los que quedaban de sus amigos a esa hora, para comprar Whisky donde una viejita que a cualquier hora vendía clandestina cerca de aquel bar, siempre y cuando le regalaran, sin falta, un poco de marihuanita.
Repentinamente el cuidador del bar, un señor mayor de color negro oscuro con unas patillas que conectaban con un canoso bigote colorado de nicotina, y quien siempre mantenía bajo su silla de plástico una cabilla envuelta en mecate, les ordenó a todos que hicieran silencio mientras le subía el volumen a su radio AM.
¡Noticias de último minuto! Un grupo de militares se había alzado contra el gobierno de turno y habían intentado un golpe de estado. El palacio de gobierno se encontraba rodeado de tanquetas militares y nadie sabía bien cuál era el status de la situación. Las garantías se habían suspendido y nadie podía salir a la calle hasta nuevo aviso.
Humberto José escuchaba atento a sus amigos quienes especulaban sobre la inestabilidad del actual gobierno, sobre los antecedentes de aquellos militares y sobre quiénes eran los responsables de todo aquello. La atmósfera del bar se impregnó de charla política con un poco de miedo mientras se escuchaban sirenas de policía que pasaban por la avenida y disparos aislados a lo lejos.
La madrugada había cambiado su tono y la incertidumbre, como un bolero inédito, ganaba terreno poco a poco. Un compadre de toda la vida se le acercó a Humberto José y le preguntó qué harían ahora. Humberto José lo pensó por varios segundos, se ajustó el pisa corbata que le regalara su verdadera mamá de primera comunión y respondió:
“Traigan el monte pa’ la vieja, que yo de política no sé nada”.
Y salieron todos por la puerta.
por David Cerqueiro R.
Publicado en el diario El Universal el 5 de marzo de 2012: http://www.eluniversal.com/opinion/120305/la-madrugada-de-humberto
jueves, 16 de febrero de 2012
Café
De las 180 tazas que me tomé esta mañana/
solo 100 me restan por el día.
Y de las 90 cucharadas de azúcar que les echo/
hoy, por salud, solo 45 podía.
Aunque de cafeína ando alzado por la vida/
no dudo en detenerme a saludarte mi querida.
Que de tu cara siempre me quedó la honda mirada/
y de tu cuerpo, siempre, la dulcísima caída.
No llores más por ese hombre, imberbe amigo de la teína/
pelele, poco hombre y lamedor de sacarina.
Ven conmigo a consolarte y te prometo que cambiaré/
todas tus lágrimas aguadas por cerreras gotas de café.
solo 100 me restan por el día.
Y de las 90 cucharadas de azúcar que les echo/
hoy, por salud, solo 45 podía.
Aunque de cafeína ando alzado por la vida/
no dudo en detenerme a saludarte mi querida.
Que de tu cara siempre me quedó la honda mirada/
y de tu cuerpo, siempre, la dulcísima caída.
No llores más por ese hombre, imberbe amigo de la teína/
pelele, poco hombre y lamedor de sacarina.
Ven conmigo a consolarte y te prometo que cambiaré/
todas tus lágrimas aguadas por cerreras gotas de café.
por David Cerqueiro R.
Publicado en el diario El Universal el 20 de febrero de 2012: http://www.eluniversal.com/opinion/120220/cafe
Publicado en el diario El Universal el 20 de febrero de 2012: http://www.eluniversal.com/opinion/120220/cafe
lunes, 6 de febrero de 2012
Caramelo
Envuelta en caramelo la encontré a ella un día, empegostada del melado de sus recuerdos.
Envuelta en caramelo me la traje a casa, sobre mis hombros incansables de su azúcar.
Envuelta en caramelo me la traje a casa, sobre mis hombros incansables de su azúcar.
Y así la mantuve por años a escondidas de las hormigas.
Cuando le pegaba el sol, su sonrisa tímida se veía por debajo de su cubierta.
Cuando le pegaba el sol, su sonrisa tímida se veía por debajo de su cubierta.
Al igual que sus ojos negros que parpadeaban dificultados por el almíbar.
A veces íbamos al parque, a veces al cine. Y nunca quiso ella que le invitara golosinas.
Hasta que un día, en medio del patuque, le dije que la quería.
A veces íbamos al parque, a veces al cine. Y nunca quiso ella que le invitara golosinas.
Hasta que un día, en medio del patuque, le dije que la quería.
Y fueron más calientes sus besos que el caramelo que se derretía.
por David Cerqueiro R.
Publicado en el diario El Universal el 13 de febrero de 2012: http://www.eluniversal.com/opinion/120213/caramelo
por David Cerqueiro R.
Publicado en el diario El Universal el 13 de febrero de 2012: http://www.eluniversal.com/opinion/120213/caramelo
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