Venezuela, tristemente, parece estar condenada a desaparecer.
Si nos detenemos a estudiar las estadísticas mundiales sobre el bienestar de la humanidad en líneas generales, es evidente que es solo cuestión de tiempo para que el mundo, al seguir su curso evolutivo, se purgue naturalmente de una sociedad como la nuestra. Desacostumbrada a la real competitividad, a la productividad responsable y a la noción elemental de sociedad, de comunidad. Esta última, noción fundamental para construir cualquier cosa que dure y que valga la pena.
La antigua maldición de las castas coloniales europeas se enraizó muy hondo en este país desde su comienzo. Sus complejos de razas, sus valores falsos fundamentados en mitos absurdos de hace más de quinientos años, no se han sino exacerbado con el paso del tiempo. Y su destructiva estructura divisora y excluyente aún permanece. Incluso pareciera hacerse más fuerte.
La modernidad, la industrialización, el petróleo, el mercado y el estilo de vida global actual, donde el dinero finalmente reemplazó las ideologías y las religiones, no han hecho más que empeorar lo que ya era una ecuación social y política muy complicada.
Debido a que nunca poseímos una identidad, es decir, un esquema mental de quiénes somos, qué significa ser venezolano, qué valor tiene, qué rol nos da ante el mundo y hacia dónde nos puede llevar; nuestro crecimiento ha sido un disparatado ensayo deforme, sin norte y sin fondo.
Cuando aquí resonaban las ideas sociales y económicas de los “primeros mundos”, ideas supuestamente pensadas para el desarrollo integral de las sociedades, las traducíamos como podíamos, de manera incompleta y superficial en el mejor de los casos, sin entender realmente de qué trataban. Los pocos intentos que tuvimos de fórmulas propias, hechas en casa, para crecer a nuestra manera, los destruimos nosotros mismos porque creíamos poder hacerlo mejor que el otro. Aunque nunca lo hicimos. Deshacíamos y abandonábamos el trabajo de los demás, incluso el más mínimo progreso, para empezar orgullosamente desde cero. Arrastrados por el ego, que es el producto natural de la falta de entendimiento.
Así, se nos fue el siglo XX en el enamoramiento estúpido e infantil de la riqueza petrolera, que al comienzo de su fiebre, nos colocó en el mostrador del mundo como una promesa del nuevo crecimiento. Mientras desde afuera nos envidiaban las riquezas que la naturaleza nos prestó, adentro acabábamos con todo lo bueno, con todo lo decente que podíamos haber construido para derraparnos en los placeres más banales y en el ocio más denigrante.
A todas estas, nuestra identidad, ese esqueleto tan básico para poder existir de manera sustentable, seguía sin definirse, sin sentar alguna base, por tímida que fuera. Entonces tratamos de sanar nuestra propia confusión con espejismos distorsionados de lo que nos salpicaba de afuera. Los manierismos y las palabras del inglés mal hablado que le remedábamos a los explotadores gringos de nuestro petróleo; las modas viejas de Europa que nos revendían como las últimas; sus chucherías y armatostes innecesarios que fabricaban con estándares de calidad mucho más bajos que los de su lugar de origen, porque como decían ellos “allá a quién le va a importar”. Y nosotros no solo absorbimos todo eso, sino que también lo agradecimos. Y aún lo hacemos.
De este modo, después de más de cien años de una increíble supervivencia en medio del desorden y la sumisa dependencia cultural y económica de otras latitudes, aún fallamos gravemente en entender que no se trata del dinero fácil, ni de la ropa de marca, ni de los carros, ni las casas, ni las vacaciones, ni de los símbolos de estatus que tanto perseguimos. Pareciera que no ha habido tiempo para educarnos sobre algo tan elemental.
No obstante, aún en este nuevo siglo, donde nos acercamos con una velocidad abrumadora al punto crítico de nuestra supervivencia como especie; donde los recursos globales siguen siendo explotados y distribuidos bajo criterios malignos, que no tienen ningún sentido y cuya curva de desarrollo no apunta sino a la catástrofe inminente; aún hoy, así parezca increíble, en Venezuela nos rehusamos a reaccionar.
En los últimos años le hemos asignado la responsabilidad de todo esto a la política. Pues no conocemos otro responsable público a quién señalar. No reconocemos otro causante de nuestra realidad que la lucha por el poder que tanto nos televisan, que tanto nos envenena y que tanto se contradice. Y el fuego de esa propaganda que nos idiotiza, es avivado por los abanicos de los grandes poderes mundiales en complicidad con nosotros mismos. Porque ellos saben que ese es el mecanismo necesario, para mantenernos comprando, para mantenernos peleando, discutiendo aspectos de forma y no de fondo, para que juguemos el juego estéril de los bandos de izquierda y derecha. Para mantenernos en la oscuridad.
Si bien el panorama político mundial ha cambiado drásticamente en los últimos años con eventos sorprendentes como los del mundo árabe; como el fortalecimiento del bloque económico europeo; o la apertura lenta pero crucial de China; o el despertar de las llamadas economías emergentes; o nuestro caso venezolano tan amado y tan odiado, pero que indudablemente despertó un feroz debate sobre el futuro de la América Latina... a pesar de todo esto, la política sigue siendo, como ya lo era incluso en la época de los griegos, el espejo más falso de todos. Porque ahí tampoco está la respuesta.
Pero en nuestro patio sigue saliendo petróleo a borbotones. Y lo seguimos vendiendo. Y nos lo siguen comprando.
Y con ese dinero fácil, construimos nuestros sueños individuales sin mirar para los lados. Parapeteamos nuestra imagen con ropa importada, con estilos de vida calcados, con una actitud ante la vida imitada que no terminan de ser. Nos escapamos a diario por el aeropuerto, por la playa, por el alcohol, por el sexo y la deshumanización cruel de nuestras mujeres. Nos reímos de todo para no estallar y nos enorgullecemos de eso. Nos burlamos de los demás y de nosotros mismos por pretender algo más que las circunstancias actuales, porque aspirar a más, de tanto miedo, nos da risa.
En fin, damos vueltas todos los días en un horrendo carrusel interminable, sin luces ni adornos, violento, oscuro e ignorante, con tal de no detenernos, poner los pies en el suelo y preguntarnos con sobriedad y con cojones: ¿quiénes somos y qué estamos haciendo?
por David Cerqueiro R.