sábado, 18 de abril de 2009

A mis espaldas

A mis espaldas siempre ocurre ese universo donde yo no tengo ni voz ni acción. Es detrás de mí, cuando me volteo confiado y abandono la conversación, donde se conjugan infinitas posibilidades sobre un mundo que por más que lo intente nunca podré presenciar.

Al verla directo a sus ojos ella sonríe, finge que no me mira y me repite políticamente lo que se enseñó a sentir por mí. Pero sé que al dejarla, al momento preciso en que le doy mi espalda, ella adquiere ese bíblico poder de hacer lo que ella quiera sin que yo pueda siquiera sospechar de qué se trata. En ese reservado espacio, donde yo tengo la entrada prohibida, es donde se genera la semilla que fecunda mis paranoias y alimenta mis supuestos más oscuros.

La dejo ir. Camino hacia mi lugar y voy amasando la arena del castillo derrumbado que fue el encuentro con ella. Pero tiene demasiada agua. Me cuestiono y sopeso cada posibilidad con cada uno de los hechos: Lo que vi, lo que ella vio, lo que ella creyó que yo había dicho y lo que yo creo que ella quiso insinuar cuando cruzó las piernas de esa manera, mientras yo escarbaba en mi trago que hacía ya buen rato se había acabado.

Sé que también disfruto de ese espacio privado, donde puedo maniobrar y maquinar sin que ella participe. Poseo sus mismos poderes y las mismas herramientas de tortura, pero inevitablemente solo puedo pensar en ella. En toda ella.

Si yo pudiese acceder a ese momento donde hablan de mí, donde deportivamente comentan sobre mí sin mesura alguna, donde ella es sincera consigo misma y automáticamente cruel conmigo, si pudiese, juro que no vería otra cosa, ni me enfocara en absolutamente nada más, que en el momento preciso para darles la espalda e ir a comprarme otro trago. Y tal vez otro para ella.


por David Cerqueiro

domingo, 12 de abril de 2009

Fuerza bruta

Las entradas de mi frente se han recogido, como huyendo de la amenaza del fuego de las treinta velas que pronto me celebran. Y soy dueño de una terca panza, que insiste en rendirse ante los abusos hedonísticos de los últimos años y que resignada, pero feliz, me lo recuerda: Ya casi tengo treinta años.

Compramos cerveza, vino blanco para las chicas y algunos snacks en la bomba de gasolina. Al llegar, los dueños de la casa, nos recibieron con una dudosa sonrisa y un fuerte apretón de manos que nos advertía: Las chicas son nuestras. Era un grupúsculo de tipos más jóvenes, inflados a presión de pesas, merengadas multi vitamínicas y franelitas apretadas de consignas rebeldes de la más resistente escarcha.

Las chicas, inertes en su actuar, esperaban al mejor postor. Entre ellas repartían breves comentarios, seguidos de risitas y miradas ambiguas. Nadie estaba seguro qué pasaba con ellas. Porque claro, eran las chicas.

Lo que aquellos señores nunca entendieron es, que debajo de las entradas descuidadas y la afable apariencia de un tipo estándar que casi llega a los treinta, se esconde un maldito que se cansó de recoger niñas cuando le provocaba, y que apenas logró recoger los escrúpulos que se necesitan para ser un tipo normal. Hace poco.

Tampoco se imaginaron los ultra poderosos, la manera invisible en que cada palabra que pronunciaba, era un cálido e hipnótico masaje diseñado específicamente para ellas. En contraste con el torpe atropello juvenil de copetes engominados y zarcillos de hombre baratos, que inútilmente ellos insistían.

Después de provocar varios silencios incómodos entre ellos y ellas, y bizarramente rescatar a las doncellas por medio de dulces comentarios susurrados que simpatizaban con su miedo a aquellas bestias, recolectamos nuestro alcohol y con una autoridad inasible, pero ya establecida, pronunciamos sin piedad alguna: Chicas, sigamos la fiesta en nuestra casa.

Emocionadas, recogieron sus pertenencias mientras aumentaban el ritmo de sus risitas y la ambigüedad de sus miradas se transformaba en un lujurioso juego del gato y el ratón.

Apretamos nosotros entonces las flácidas manos de ellos, mientras nos despedíamos cortésmente y mientras asimilaban la majestuosa indigestión que fue aquel arrebato. “Gracias por la invitación, será para una próxima vez”, se escuchaba cruelmente.

Nos cerraron la puerta, pero noté que en realidad nos la habían tirado y pensé mientras me iba abrazado de Carola: Mañana debería salir a trotar un poco.


By David Cerqueiro.