sábado, 18 de septiembre de 2010

El interrogatorio

El detective McLellan nunca tuvo una carrera fácil ya que en la jefatura de policía del caserío Las Tres Matas, ser descendiente de irlandeses era visto con algo de recelo. En esta ocasión, sin embargo, en la salita de interrogación de la jefatura, la cual era un improvisado rincón temporal que conectaba, desde 1981, con el único baño disponible, el trabajo en progreso desde hace más de ocho horas presentaba un reto inusual.

El principal sospechoso de un ambicioso robo, llevado a cabo limpiamente en el almacén de licores del pueblo con unos camiones de basura meses atrás, Jhony “sonrisita” Rosales, estaba sentado frente al comisario McLellan esposado a la silla, con la cara hinchada de tantas preguntas y esbozando aún su famosa sonrisita. La cual no ayudaba a la hinchazón.

McLellan necesitaba la confesión por escrito de Sonrisita, pues sabía que cerrar este caso significaría para él el ascenso que tanto esperaba desde hace años. La ambición de McLellan lo había llevado años atrás a atender un cursillo de seguridad pública de cinco días en la policía del norte de Irlanda, al cual logró asistir gracias a su condición de descendiente de irlandeses, a un “financiamiento" de la alcaldía y a su gran arrojo, pues McLellan no hablaba inglés. El irlandés era su tatarabuelo que nadie nunca conoció. Sin embargo el bonito certificado de participación del cual solo se entendía el nombre de McLellan en tinta, colgaba enmarcado orgulloso en un rincón de la jefatura al lado de los bebederos.

Ya eran las tres de la tarde y McLellan por primera vez había dejado pasar la hora del almuerzo. El expediente de sonrisita incluía toda la información necesaria para la investigación, pero omitía un detalle importante, algo que determinaría el éxito o el total fracaso del interrogatorio de McLellan y la razón por la cual aquella sesión de interrogación se había convertido en una pesadilla: Sonrisita era tartamudo.

Increíblemente la intermitente coartada de Sonrisita encajaba perfectamente con la investigación. No había manera de incriminarlo. Mientras tanto el asfixiante calor, casi auto adhesivo, arropaba cada vez más la incómoda salita de interrogatorios. Los gigantescos zancudos, que parecían jeringas invisibles, punzaban hasta las paredes. En un rincón de la salita reposaba desde tempranas horas de la mañana, sobre una mesita de plástico, una jarra de jugo de tamarindo hirviente, con una capa de zancudos muertos que cubrían la superficie del agua ya separada del tamarindo. El cenicero desbordaba de colillas angustiosas y los antiguos ventiladores del techo parecían a veces detenerse y lentamente girar en sentido contrario. Y la cara hinchada y ya ensangrentada de Sonrisita Rosales seguía sonriendo.

McLellan lo había probado todo. Había sido el interrogatorio más difícil de su vida y se había convertido ya en el más importante. Después de tantas horas, solo había podido sacarle al macabro tartamudo unas pocas lineas completas que en realidad no esclarecían nada. Supo entonces que había llegado la hora de decidir el futuro de su carrera. Era el momento de saber en realidad cuánto deseaba resolver aquel caso imposible.

McLellan palpó el bolsillo de su camisa para darse cuenta de que no le quedaban cigarros, levantó la mirada y observó por varios segundos el rincón de los bebederos y arrugando el escueto empaque de aluminio de los cigarros terminados, miró a sonrisita fijamente a los ojos y con una voluntad arraigada en algo que solo podía ser de carácter divino, y con la voz más calmada que sonrisita había escuchado en su vida, le dijo: Comencemos desde el principio.

Fue entonces la primera vez que Sonrisita Rosales estuvo serio.


por David Cerqueiro R.

Publicado en el diario El Universal el 25 de septiembre de 2010: http://caracas.eluniversal.com/2010/09/25/opi_art_el-interrogatorio_25A4503141.shtml

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