Hay
un parque donde se reúnen los locos, los vagabundos, los drogadictos
y los perdidos. Pasan los días ahí, tranquilos, sentados en
unas sillas plegables regaladas por el estado que les dan una cínica
aura veraniega.
A
los locos cada vez se les siente más civilizados, amansados por la
generosidad de la ciudad que les cedió una parte del parque como su
territorio. La gente del vecindario, acostumbrada a la presencia de
estos descarriados, ya ni voltea a verlos. Los han asumido como parte
de la ciudad. Los niños ya no les tienen miedo, a pesar de sus
sucios atuendos de trapos improvisados, cadenas y sombreros rotos.
Tampoco a la policía se le ve ya mucho por el parque.
La
locura se ha ido diluyendo entre la poblada y suave grama, el trinar
de los pajaritos y el amplio espacio propio. Las miradas de los locos
se notan tranquilas, aunque un poco apagadas, y sus movimientos
nerviosos han ido transformándose poco a poco en un relajado y suave
caminar.
Hasta
que un día caluroso alguien, no se sabe exactamente quién ni por
qué, les regaló a los locos un viejo frisbee, y del mismo
modo al parque, la gloria de su antiguo desquicio.
por
David Cerqueiro R.
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