sábado, 10 de agosto de 2013

La fiesta del colegio

Hacía más de una hora que Carlitos veía las noticias en el televisor de la sala de su casa y apenas eran las seis de la mañana del viernes. Para esa hora ya Carlitos se había bañado, vestido y perfumado con algo de colonia que le había robado a su hermano.

Sobre el sofá, a su lado, Carlitos resguardaba una caja mediana envuelta en papel de regalo que él mismo había armado torpemente. Era el cumpleaños de Eduardo, un compañero de clases muy popular en su colegio. Para Carlitos, quien comenzó a asistir a aquel colegio hacía apenas unos meses, esta fiesta era la oportunidad perfecta para hacer amigos. Algo que cada vez era más difícil para él, quien aunque apenas tenía 7 años, ya había cambiado de colegio cinco veces.

Durante los recreos del colegio, Eduardo procuraba siempre adelantar algo de información sobre los preparativos de su fiesta de cumpleaños. Según le contaba entusiasmado a sus amigos, su papá había prometido organizarle, ahí mismo en el colegio, la fiesta de cumpleaños más increíble jamás vista, la cual contaría con una espectacular piñata repleta de juguetes importados y de chucherías de las que normalmente no se le meten a una piñata.

También prometía un castillo-laberinto inflable que, según comentaban los otros, era un castillo-laberinto para eventos masivos y que esta sería la primera vez que sería instalado para una fiesta de cumpleaños privada. Aparentemente el papá de Eduardo era un señor muy rico y, aunque casi nunca estaba en su casa, quería mucho a su hijo para organizar tal evento en los terrenos del colegio.

Carlitos escuchaba desde lejos sobre los fascinantes preparativos de aquella superfiesta, puesto que el grupo de amigos de Eduardo era muy cerrado y Carlitos, por su condición de “nuevo”, no era incluido en aquel selecto club donde todos se conocían desde los años de la guardería.

Sin embargo, durante el recreo del jueves, Eduardo se acercó escoltado por tres de sus amigos para invitar a Carlitos a su fiesta. Eduardo solo dijo: -“Mañana es la fiesta. No te olvides.”- antes de salir corriendo. Carlitos no lo podía creer.

Al llegar a su casa, sintió un poco de angustia puesto que ya eran las cuatro de la tarde y no tenía ningún regalo para Eduardo. Sus padres siempre llegaban del trabajo muy tarde en la noche, y la señora de servicio, que lo cuidaba por las tardes, no estaba preparada para ese tipo de emergencias.

Carlitos, quien era un cuidadoso coleccionador de muñecos de acción, no le quedó otra que tomar uno de sus preciados muñecos y envolverlo para regalárselo a Eduardo. Aquellos muñecos eran los únicos que acompañaban a Carlitos entre las cajas de las incesantes mudanzas; o durante las noches en que su papá y su mamá llegaban demasiado tarde. Cada uno de esos muñecos, era un trofeo dorado invaluable. Pero Carlitos no pretendía aparecerse en aquella fiesta con las manos vacías.

Las noticias del televisor resumían su edición de la mañana. La mamá de Carlitos se arreglaba para llevarlo puntual a la fiesta del colegio -“Porque sino se va a acabar el mundo”- remedaba ella malhumorada. -"¿Seguro que puedes ir al colegio sin uniforme?"- preguntaba inspeccionando la situación. A Carlitos le enfurecía que a estas alturas comenzara con ese tipo de preguntas. -"¿Cómo se le ocurre que vamos hacer una fiesta en uniforme escolar? Además Eduardo fue muy claro cuando lo explicó todo"- pensaba. Los padres nunca entienden nada y eso Carlitos lo sabía de sobra.

Aquella mañana había despertado bajo una agresiva lluvia y, a pesar de los esfuerzos de Carlitos, el imposible tráfico de la ciudad lo obligó a llegar quince minutos tarde. El papel de regalo comenzaba a deshacerse por algunas gotas de lluvia que le caían, aunque Carlitos hábilmente lo protegía bajo su chaqueta. Aunque habría clases esa mañana antes del fiestón, pensaba que por ser un día especial, la maestra seguramente permitiría retrasos leves como el suyo. 

Habría clases, sí. Pero ese no sería un día para cuadernos, o pizarrones, o chillidos de tiza. Sería un día de fiesta, de risas, de castillo-laberinto inflable interminable, de nuevos amigos, de la cara de sorpresa de Eduardo cuando reciba su regalo.

Todo eso hubiera sido, sino fuera por el ejercito de niños uniformados y atentos que Carlitos se encontró al entrar al salón de clases. O por la maestra que lo interrogaba a gritos frente a todos por su retraso y por su vestimenta. O por las risas disimuladas y burlonas de Eduardo y sus amigos en la parte de atrás del salón.



por David Cerqueiro R.

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