lunes, 11 de abril de 2011

La última palabra

El bigote ya le cubría la boca y de sus amigos solo uno soportaba, aún, aguantarle sus interminables monólogos sobre la estupidez de los demás.

Se había convertido en un monstruoso sociópata, que todo aniquilaba con solo dos o tres palabras de desprecio y que no respetaba a nadie, por considerarlo cobarde, pretencioso o ciegamente hipócrita en el más condescendiente de los casos.

Bebía y comía sin freno, y a cualquier hora, mientras despotricaba enérgicamente sobre lo ridículo del llamado calentamiento global, el engaño sistematizado del reciclaje y del cretinismo inmanente a todos aquellos que procuraban consumir alimentos orgánicos. ¡La vida misma es orgánica imbéciles! Vociferaba mientras se arrancaba un moco de una fosa nasal sin el menor pudor.

Encendía cigarrillos dentro de las casas de los demás, sin siquiera preguntar si le era permitido fumar y replicaba volátilmente a cualquier insinuación de cordura, por leve que fuese, con un fuerte recordatorio a la finitud del todo. Incluso de él mismo y sus modales. Conversaba de arte, de ciencias, filosofía y política con una pasión agresiva que terminaba por ahuyentar los fútiles intentos de conversa de cualquier “turista del pensamiento”, que se le ocurriese oponérsele a sus ideas.

Era un inaguantable primitivo con complejos existenciales hondos pero articulados. Su sagaz inteligencia y afilado lenguaje, intimidaban al más letrado sobre cualquier rama del pensamiento, y su altanero tono de voz, que invitaba constantemente al conflicto intelectual, fascinaba a las mujeres quienes, intrigadas, le deslizaban servilletas con sus números de teléfono por debajo de las mesas, sobre las que sus maridos defendían ingenuamente sus argumentos.

Todos parecían aborrecerlo, como amigo, como vecino e incluso como pariente, pero nadie negaba que resultaba ser un sujeto fascinante, que no poseía sentido de la vergüenza.

Y fue cuando se halló sentado en la camilla de emergencias del hospital más cercano, solo, esperando por el reporte de aquél neurólogo preocupado de 25 años, quien era el único disponible aquel domingo por la noche, que logró entender que no importaba cuán sólida fuese su opinión sobre las cosas, o cuán firme fuesen su retórica y sus convicciones, siempre quedaría una discusión pendiente para el final, la más silenciosa y severa de todas, que él nunca podría ganar.


por David Cerqueiro


Publicado en el diario El Universal el día 18 de abril de 2011: http://opinion.eluniversal.com/2011/04/18/la-ultima-palabra.shtml

1 comentario:

  1. Anónimo3:50 a.m.

    Están súper buenas las historias David! ve preparando el libro recopilatorio... Ya adjunté al Reader!! un beso grande...

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