lunes, 31 de mayo de 2010

Oda daltoniana

Roja es la manzana que engulliste golosa, mujer, y por eso roja es la alarma que brota cada veintiocho días de ti para recordarte que el tiempo no te pasa en vano. O al menos eso nos dijeron. Rojos eran tus labios que manchaban etílicos el cuello de mi primera camisa, mientras me besabas atorada y encendida en un arrebato hormonal adolescente. Rojo es el capote con el que se asusta al toro y roja es la arena después de que este, después de darlo todo, es mutilado por el vino, rojo también, del paso doble ocioso.

Roja es la marea que nos enseña, que en este mundo la misma mano que nos alimenta es la misma que nos asfixia, así como roja es la aurora que se levanta soberbia sobre el espacio nórdico y nos dibuja los límites de nuestro cielo. Roja es la piel de los indios que matamos y después ridiculizamos en nuestros libros de historia, así como roja es la atmósfera del planeta que soñamos un día vendrá a modernizarnos, con la esperanza de no correr la misma suerte de nuestros colonizados.

Roja es la camisa de aquellos que pretendieron organizar al hombre, pero que no pudieron evitar a la vez limitarlo. Roja es la zona donde se alquila a diario el cariño de las mujeres flexibles y de autoestima remendada, así como roja es la luz que esconde las abolladuras de su desengaño. Pero también rojo es el traje de los obispos que desde su atrio condenan miedosos aquella rojez, mientras de negro la visitan sedientos cuando cae la noche.

Rojo es el diablo y su infierno los cuales creamos para describir lo más oscuro de nosotros mismos y rojo es el falso amor, que venden en las tarjetas de cumpleaños con corazones inflados, y de las cuales solo importa el dinero que adentro traigan.

Al menos que por una falta mía, todos estos en realidad verdes sean.


por David Cerqueiro R.

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