Controlar la atención propia es tan difícil como amansar al mismo tiempo a treinta caballos salvajes. Pero vale la pena intentarlo. Y es cuando la atención se pone mansita, después de batallarla, que uno comienza a reconocer sus señales.
Uno lo sabe, cuando en la calle la gente lo mira a uno sin ningún motivo aparente. Cuando los perros abruptamente dejan de ladrar al cruzarnos. Cuando el agua callejera que nos salpica, sospechosamente no nos mancha. Cuando silbamos frente a los extraños y los hacemos tararear.
Pero la señal más clara y contundente es cuando los caballos ya no corcovean diabólicos, sino que uniformes galopan en un sereno y extrañísimo relinchar.
por David Cerqueiro R.
No entiendo...
ResponderBorrar